El movimiento conservador comparte, con el progresismo, un grave error de raíz, el liberalismo.
En gran parte de occidente podemos observar cómo varios partidos de derecha y movimientos conservadores que comienzan defendiendo valientemente principios que actualmente son “políticamente incorrectos”, terminan más pronto que tarde, a través de pactos y condescendencias, convirtiéndose en esa, despreciada por ellos mismos, derechita no sólo cobarde, sino aguada y tibia que va, unos pasos atrás del liberal, compartiendo el mismo camino. Basta comprobar cómo, a pesar de la alternancia de partidos, las legislaciones occidentales han aprobado casi de manera unánime, leyes perversas e inmorales para confirmar que, por muy buenas que sean las intenciones de dichos movimientos, hay algo que no está funcionando. Y es que el movimiento conservador comparte, con el progresismo, un grave error de raíz, el liberalismo.
El liberalismo es una ideología que encierra varios errores morales entre los cuales, el culto a la libertad como valor absoluto que “dirige e ilumina” la vida y la convivencia entre los hombres, es el mayor. Además, promueve el relativismo, esa ideología tan extendida y aceptada actualmente que, al afirmar que todos los puntos de vista son igualmente válidos sustituye la verdad objetiva por la verdad relativa a cada persona olvidando que, como no recuerda G.K. Chesterton: “El hombre libre no es aquel que piensa que todas las opiniones son igualmente verdaderas o falsas: eso no es libertad, sino debilidad mental. El hombre libre es aquel que ve los errores con la misma claridad con que ve la verdad…”
Por ello, aún cuando conservadores y liberales se presentan como contrarios y sostienen, la mayoría de las veces, visiones políticas y económicas diferentes, tienen en común el gravísimo error de defender “la absoluta soberanía del individuo con entera independencia de Dios y de Su autoridad”. Como nos advierte S.S. León XIII: “La perversión mayor de la libertad, que constituye al mismo tiempo la peor especie de liberalismo, consiste en rechazar por completo la suprema autoridad de Dios y rehusarle toda obediencia, tanto en la vida pública como en la vida privada y doméstica.”
De ahí que los principios morales de ambas corrientes, al rechazar la verdad perene, cambien constantemente. Debido a que los progresistas siempre van adelante en eso de la “defensa de derechos civiles” que, a través de la manipulación y la mentira, buscan destruir los principios cristianos y al hombre mismo, promoviendo la pluralidad y diversidad de una cantidad ingesta de nuevos derechos, ambas corrientes dan la falsa impresión de ser muy diferentes; ya que el rechazo a los principios cristianos es mucho más visible en la izquierda, puesto que el conservador, cuyo carácter es más prudente, se familiariza con la pendiente antes de deslizarse por ella. Sin embargo, la línea que divide a ambas corrientes es sumamente delgada y ambas caminan en sentido paralelo, llevándonos a diferente velocidad al mismo final; una sociedad cuyo límite de la libertad humana está determinado por un sistema legal que, al rechazar la ley moral busca artificialmente su legitimidad en la aprobación de la mayoría, como si la realidad cambiase a capricho de ésta.
Por todo ello, la corriente conservadora se ha convertido en un movimiento elitista en lo intelectual pero superficial en lo moral puesto que, la brillante defensa que hace de ciertos temas, recula a la hora de defender precisamente esos principios cristianos que hoy están siendo rechazados por una gran mayoría que no alcanza a ver que la batalla no es cultural, sino espiritual.
El deseo de conservar tanto un bienestar material como una libertad, ambos cada vez más ilusorios, ha llevado a los conservadores, aún católicos, a preservar artificiosas alianzas que se mantienen gracias al silencio cómplice y verdades diluidas que, lejos de ayudar a construir una sociedad más virtuosa, justa y solidaria ha contribuido a acrecentar tanto las divisiones, como la degeneración de la sociedad. Y si bien los conservadores se unen en su rechazo a la criminal ideología comunista o su versión edulcorada, mas no menos peligrosa, el socialismo; ignoran que, el liberalismo puede ser, por sutil y engañoso, más peligroso ya que al despojar a la sociedad tanto de su alma como de una brújula moral, la conduce, aunque por verdes praderas, al extravió moral. Pasolini lo expresa brillantemente: “Un mundo represivo es más justo, mejor que un mundo tolerante, dado que en medio de la represión surgen grandes tragedias, brotan la santidad y el heroísmo.”
Desafortunadamente, son varios los católicos que han caído en la trampa del liberalismo afirmando que es “injusto e intolerante” en nuestra sociedad pluralista, promover un enfoque explícitamente católico en los temas políticos. Sin embargo, basta ver a dónde nos han conducido las “décadas de prudencia” que, de la tolerancia al mal menor ha pasado a aceptar y en ocasiones hasta defender el mal mayor. El liberalismo deja inerme al hombre al rechazar su sentido trascendente y despojarlo de la ley divina y hasta natural. Es hora de decir sin complejos que hay una ley escrita en cada corazón humano que puede ser conocida por el ejercicio de la razón. Que dicha ley natural que participa de la ley de Dios debe nutrir la ley positiva y es la base para la construcción de una sociedad verdaderamente libre. Solamente en la perene moral cristiana encontraremos una forma coherente de abordar los múltiples problemas, situaciones y retos a los cuales nos enfrentamos actualmente.
Por ello, el cambio real no vendrá de una derecha bravucona que pelea valientemente las batallas culturales, más para mantener un cómodo estilo de vida amenazado constantemente por la izquierda, que por amor a la verdad. El político católico no puede vender su alma a fin de ganar popularidad y votos. No es posible dar al César lo que es del César, si antes no hemos dado a Dios, lo que es de Dios. Como señalara el Papa Pio XI, “mientras los individuos y los estados se nieguen a someterse al gobierno de nuestro Salvador, no habrá perspectivas realmente esperanzadoras de una paz duradera entre las naciones”, y ya hemos visto que, ni dentro de la sociedad. Sin embargo, otro camino es posible mas para ello, debemos tener como prioridad restaurar todo en Cristo y confiar que lo demás, se dará como añadidura. Finalmente, la mejor garantía que puede tener una sociedad de tener un buen gobierno es que éste sea temeroso de la ley de Dios. Parafraseando a Santo Tomas Moro podemos concluir que, para que un gobierno sea buen y fiel servidor del pueblo, éste debe ser primero, fiel servidor de Dios”.
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