Contro Remoto

Zapping

El control remoto es una noble invención. De hecho, según ha afirmado alguien, es el único recurso de que puede echar mano el telespectador para defenderse de la terca insistencia de los comerciantes. Nadie enciende la televisión para dedicarse a ver anuncios; nadie los pide ni los quiere, pero éstos se cuelan e invaden, despedazando nuestros programas y robándonos tiempo. Ya a principios de siglo, Paul Valéry (1871-1945), el poeta francés, había dicho categóricamente: «La publicidad es uno de los mayores males de nuestra época». 


 


Pues bien, cuando la publicidad se hace excesiva, el televidente puede ejecutar una sencilla maniobra: cambiar de canal desde su asiento oprimiendo suavemente un botón. ¿Hay algo más sencillo que esto? Sin embargo, como podrá imaginarse, la invención de este pequeño artefacto (que tuvo lugar hacia 1950 gracias a “Zenith”, la famosa casa productora de electrodomésticos) no hizo a las agencias de publicidad ninguna gracia, pues  era como darle al preso la llave que le facilitaría la huida. Cuando el control remoto se difundió por todo el mundo, muchas empresas patrocinadoras de programas televisivos gritaron, se rasgaron las vestiduras e hicieron marchas en pro de su desaparición, aunque en vano, pues, como es bien sabido, en el mundo de la tecnología impera un axioma que dice así: «Lo que se ha inventado, no puede desinventarse». Qué remedio, a partir de entonces el público estaba armado y para conquistar su atención había que valerse de cuanto recurso se hallara al alcance. Así, si hoy la publicidad es mucho más seductora que antes, y mucho más espectacular y mucho más divertida, ha sido gracias a ese sencillo aparato llamado control remoto, que incitó a los publicistas a ganar la batalla a toda costa. 

Pero las cosas no acabaron allí, pues por lo que se refiere a los artefactos tecnológicos nadie sabe, ni siquiera su inventor, para qué servirán exactamente, ni los usos a los que los destinarán los futuros consumidores. («El mercado casi nunca está donde el inventor cree», dice categóricamente Peter F. Drucker, un hombre que en cuestiones de negocios sabe lo que dice). El walkman, por ejemplo, que había sido inventado para hacer menos tediosos los viajes transoceánicos de los empresarios japoneses, acabó convirtiéndose en el símbolo del desapego juvenil. De esta manera tenemos que, con el paso del tiempo, el control remoto, además de para atemperar la intrusión de la publicidad, sirvió también para otra cosa: para engañar al telespectador haciéndolo creer que ve algo cuando en realidad no ve nada. Apenas se sienta, empieza a cambiar canales; no dura en ninguno de ellos sino unos cuantos segundos, pues tan pronto como ve la primera imagen, juzga, y con la misma despreocupación sigue adelante. Uno, dos, diez canales recorridos en pequeñísimos lapsos de tiempo. Robert Levine, un famoso psicólogo social, habla de «dedos veloces» capaces de cambiar a razón de 22 canales por minuto. A esta actividad de picar botones sin ton ni son en el control remoto, los norteamericanos la llaman zapping. Se trata de un mirar ansioso, lleno de impaciencia, saltos, interrupciones  y tensión.

Según algunos psicólogos, es gracias al control remoto que la juventud de la era televisiva es mucho más distraída y desatenta que la juventud que la precedió. Pues si la atención es la capacidad de ocuparse de una sola cosa a la vez, entregándose de lleno a ella, el joven de la era televisiva no es capaz de semejante esfuerzo; acostumbrado como está a ver dos o tres programas al mismo tiempo, aprovechándose de los cortes comerciales, ver uno solo lo pone sumamente nervioso, de manera que no profundiza, sino que sólo se desliza. ¿Será por eso, se preguntaba hace poco un intelectual italiano, que el surf es el deporte de moda entre los muchachos posmodernos? El ideal es no zambullirse, no meterse, sino únicamente deslizarse, pasar por encima de todo como un surfista pasa por las olas. Cambiar, cambiar constantemente, pasar por todo y no detenerse en nada: he aquí, dicen los que han estudiado el fenómeno del zapping, la filosofía de la vida de la que es símbolo esa cajita de plástico llamada control remoto, una filosofía a la que no le gusta demasiado la fidelidad, pues la fidelidad es precisamente la resistencia al cambio. 

«Debéis verlo todo, sentirlo todo y, después, olvidarlo todo», aconsejaba Napoleón a sus oficiales a principios del siglo XIX. Hoy, una gran cantidad de estrategas (o mercenarios) del supuesto arte de vivir, dicen completando a Napoleón: «Debéis verlo todo, sentirlo todo, olvidarlo todo, y después pasar a otra cosa; enamorarse es peligroso: además que se entretiene uno demasiado con una sola persona, podrían romperte el corazón. Cuando te comprometes con alguien, echas por la borda un millón de relaciones posibles con otras personas mucho más bellas e interesantes», etcétera. Margaret Oldham, una psicoterapeuta estadounidense entrevistada por Robert N. Bellah para el libro Hábitos del corazón, lo dijo francamente: «Cuando las otras personas no satisfacen nuestras ambiciones, hay que estar dispuesto a abandonarlas, ya que probablemente es el único modo de proteger nuestros intereses». En el fondo tal es el principio al que se ajustan muchos hombres y mujeres en la era de la televisión. Hay que aprender el arte del cambio –dicen-, pero no hablan del cambio de uno mismo (eso que los hombres religiosos han llamado siempre conversión), sino el cambio de los a los demás, su sustitución definitiva cuando ya no satisfacen nuestras ambiciones, pues según ellos yendo solos se camina más aprisa. Lo que no dicen –porque no lo saben- es a dónde hay que llegar.

¡Ah, si cambiar canales fuese solamente un ejercicio de los dedos! Pero, como muy bien lo ha advertido Joan Ferrés, «el zapping ha dejado se ser una actitud ante el televisor para convertirse en una actitud ante la vida» (Joan Ferrés, Educar en una cultura del espectáculo). 

 

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