Vidas angustiadas

La angustia es algo que puede dejarnos sin dormir, pero ¿qué es? Y ¿a qué se debe?


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«La angustia –definió Sören Kierkegaard (1813-1855)– es el vértigo de la libertad». ¿Ha estado usted alguna vez en el borde de un acantilado especialmente alto y profundo? Si es así, ya sabe usted lo que es esa especie de mareo que se apodera de nosotros cuando nos hallamos sin apoyo frente al vacío. Un solo paso mal dado, un solo guijarro desprendido y…

Pues bien, la libertad también siente esos mareos, ya que debe elegir, y elegir es quedarse con una sola cosa haciendo a un lado todas las demás. ¿A quién deberá dar el sí la jovencita que ve revolotear a su alrededor a cinco muchachos bien parecidos? En cada uno de ellos ha descubierto algo que le gusta, pero no puede andar con todos al mismo tiempo, y ella lo sabe. ¿A quién escogerá? De uno le gusta la nariz, del otro el mentón, del tercero los ojos, del cuarto el carácter y del último no sabe exactamente qué, pero le encanta estar con él. ¡Terrible dilema!

Un joven ingeniero acaba de recibir la invitación de trasladarse a Holanda, pues allá se encuentra desde hace casi un siglo la casa matriz de la empresa para la que trabaja. Deberá vivir en Ámsterdam, y su sueldo será tres o cuatro veces más alto que el que gana en la actualidad. Ah, pero irse significará vivir lejos de su hogar durante cuatro larguísimos años y abandonar padre, madre, amigos y novia. ¿Qué debe hacer? ¡Elegir!

La angustia nace cuando nos percatamos –dolorosamente– no se puede tener todo en la vida, sino solamente o esto o aquello. ¿Debemos dar un sí o un no a esta invitación, a este proyecto, a este ser? Si le damos un sí, le damos también un no, aunque sólo sea implícito, a otras invitaciones, a otros proyectos y a otros seres. Pero si, por el contrario, decimos que no desde el principio, corremos el riesgo de desperdiciar la más ventajosa de las invitaciones, de frustrar el más bello de los proyectos y de perder para siempre al mejor de los seres. Tan pronto como elegimos, miles de posibilidades echan a volar para no regresar jamás. Y esto, claro está, es algo que angustia enormemente.

La angustia es la prerrogativa de los seres libres, es decir, de aquellos que pueden elegir. Un preso no se angustiará pensando adónde irá esta noche, pues en la cárcel la posibilidad de visitar lugares inusuales es más bien nula; pero se angustiará, seguramente, cuando decida que salir (es decir, fugarse) sea una de sus posibilidades.

Ahora bien, si es verdad –como diagnosticaba Kierkegaard– que la necesidad de elegir es el origen de la angustia, entonces muchos sociólogos y psicólogos de nuestro tiempo están en lo cierto cuando afirman que el habitante de la sociedad posmoderna y postindustrial (es decir, el de hoy) vive mucho más angustiado que su padre y su abuelo, y esto por la sencilla razón de que en la actualidad tanto los objetos como los estilos de vida se han multiplicado al infinito. Gracias a la enorme visibilidad que proporcionan los medios de comunicación, formas de vivir que hasta hace poco parecían inconcebibles son hoy vistas con ojos de total aprobación y, por lo tanto, como maneras válidas (es decir, elegibles) de vivir la vida. En cuanto a los objetos, éstos han surgido en tan gran número que no pueden sino poner en serio aprieto a su posible consumidor. Si a principios de siglo, por ejemplo, eran pocos los modelos de autos disponibles en el mercado, después de la primera guerra mundial empezaron a producirse automóviles en todos los colores, estilos y tamaños: descapotables, deportivos, automáticos, etcétera, y así con todo lo demás: muñecas, aspiradoras, ordenadores, rastrillos, cámaras fotográficas en miles de marcas, tamaños y modelos. ¿Cuál elegir, qué modelo y, sobre todo, qué marca? De esta manera, el consumidor que tiene que hacer una, dos o diez pequeñas elecciones aparentemente insignificantes como éstas todos los días, se halla sometido a una carga de tensión psicológica que desconoció casi por completo el hombre de otras décadas.

Como hace un siglo había menos objetos y estilos de vida que elegir, la angustia, por decir así, se reservaba para las grandes ocasiones: por ejemplo, para cuando había que elegir cónyuge, vocación u oficio. Hoy, por el contrario, cuando el número de las opciones cotidianas se ha vuelto excesivo, parece que vivir permanentemente angustiados es más bien lo normal: uno acaba el día con el mismo cansancio con que debió regresar a su casa un soldado después de haber combatido en el frente de la guerra de Troya.

«Aunque tener un cierto poder de elección sea bueno –escribe Barry Schwartz en su libro Por qué más es menos, o la tiranía de la abundancia– hay que saber que la sobreabundancia de opciones tiene un precio. Nuestra cultura venera la libertad, la autoafirmación y la variedad, y nos cuesta mucho renunciar a alguna de las oportunidades que se nos ofrecen. Sin embargo, aferrarse tercamente a todas las opciones disponibles nos lleva a tomar decisiones incorrectas y sufrir ansiedad, estrés e insatisfacción, sin descartar incluso la depresión clínica».

Pero debo terminar ya, y lo haré expresando una sospecha. La depresión generalizada –ese cansancio crónico que se ha apoderado de casi todos nosotros–, ¿no se deberá a que las miles de elecciones minúsculas como las apenas descritas han acabado para las verdaderamente grandes e importantes? O, en otras palabras: ¿será posible que el habitante de nuestra sociedad líquido-moderna esté renunciando a las cosas que de verdad importan simplemente porque las infinitas elecciones cotidianas lo dejan mortalmente cansado y ya no tiene fuerza ni ganas para elegir lo que su corazón prefiere? Es decir, ¿no será que sólo hasta que renuncie a tanta cháchara que él cree imprescindible estará listo para elegir, ahora sí, lo que lo realmente puede dar sentido a su vida? Tal vez. En todo caso, es ésta una hipótesis que no habría que descartar a la ligera.

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