En “El rey se muere”, acaso la mejor pieza teatral de Eugène Ionesco (1909-1994), hay una escena terrible y hermosa al mismo tiempo; en ella Berenguer, el rey que está a punto de morirse, se pone a invocar a los que le precedieron en el mundo, a los miles de millones de hombres y mujeres que han muerto antes que él, y les pregunta: «Ustedes, los que pasaron ya por esta prueba, ¿cómo hicieron para aceptar, para resignarse, para entregarse? ¿Hubo, en aquel momento, alguien que los ayudara? ¿Qué presencia les infundió valor?»
El que ha leído los diarios del dramaturgo rumano (Diario I, Diario II, La búsqueda intermitente y partes de El hombre cuestionado) sabe que estas preguntas no fueron hechas con el puro fin de hacer hablar al rey o de llenar unas páginas. En realidad, si algo preocupaba al escritor era precisamente el problema de la muerte. ¿Cómo hacen los que se mueren para morirse, cómo es que aceptan, quién es el que los convence dulcemente al abandono?
No es justo que nos muramos, dice Ionesco repetidamente en las páginas de su Diario, le da a uno miedo, no quiere, se resiste; pero ya que no queda de otra, es necesario que Alguien esté junto a nosotros en el momento en que morimos, animándonos a dar ese paso un poco largo que ha de llevarnos del tiempo a la eternidad, pues de otra forma no se podría, sería imposible, uno se rehusaría. Tiene por fuerza que haber en esa hora una mano tendida que nos apacigüe, invitándonos al desapego, al salto definitivo.
La intuición de Ionesco –y del rey, que en el fondo no es otro que él mismo– me parece profundamente humana y verdadera. Sí, alguien tiene que estar cerca de nosotros en ese momento, pero alguien que no sea de este mundo.
Durante mucho tiempo, al meditar en ese misterio sin fondo y sin orillas que es el misterio de la muerte, creí (acaso demasiado influido por libros y películas que hablaban de la vida después de la muerte) que el viaje que iniciaba después del último suspiro lo tendría que realizar cada uno de manera solitaria: uno se moría y empezaba a caminar por un largo túnel oscuro que, finalmente (¡finalmente, ya era tiempo!) desembocaba en la luz. Pero éste sería un tránsito que, por ser demasiado solitario, sería también demasiado tenebroso.
Más tarde, al ver a tantos agonizantes dirigirse a sus familiares muertos, pensé que después de todo no sería tan absurdo que fueran ellos los que vinieran personalmente a infundirles valor. «No temas, no pasará nada. Ven con nosotros»: el padre, la madre, la abuela, todas ellas presencias queridas que no dudaríamos un instante en tomar de la mano.
Cuando mi madre, mientras agonizaba, empezó a hablar con sus padres y con algunos de sus hermanos, muertos todos ellos desde hacía tiempo, recuerdo que me puse a llorar pensando en que ya no había nada que hacer: «Han venido por ella», me dije entonces poseído de una gran pesadumbre.
Hoy, más bien, creo que será otra presencia, la del Señor, en quien hemos creído, la que se hará patente entonces de una manera peculiar, incluso sensible, para cargarnos sobre sus hombros (como a la oveja perdida del Evangelio) y conducirnos al lugar donde no se escuchan ya las olas del tiempo. «Yo soy la puerta; si uno entra por mí estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto» (Juan 10,9).
«Es horrible no poder estar allí para consolar a alguien de la pena que le causa el morir. Es horrible que alguien os abandone y se calle», escribió Simone de Beauvoir en uno de sus libros. Y si esto lo dice un ser humano, por compasivo que sea, ¿por qué no pensar que podría decirlo igualmente nuestro Señor? Es Él, con toda seguridad, quien se halla a la cabecera de todo moribundo para consolarlo de la pena que le da morirse.
Escribió así el Papa Benedicto XVI en una de sus encíclicas:
«El verdadero pastor, Jesucristo, es Aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; Aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe Aquél que me acompaña incluso en la muerte y que con “su vara y su cayado me sosiega”, de modo que “nada temo”, es la nueva esperanza que brota en la vida de los creyentes» (Spe salvi, n. 6).
Según los que estuvieron presentes en su lecho de muerte, las últimas palabras de Edmund Husserl (1859-1938), el filósofo alemán, fueron: «¡He visto algo maravilloso! ¡Rápido, escriba!». El filósofo que se había pasado la vida enseñando, dictando cursos e impartiendo conferencias, daba ahora la orden a un secretario invisible de anotar la última de sus visiones. ¿En qué consistiría?
Daniel Pezeril (1911-1998), el sacerdote que asistió en su última hora al novelista Georges Bernanos –y después nombrado obispo auxiliar de París–, cuenta que éste, a un cierto punto, mientras agonizaba, se puso a decir lleno de alegría: «¡Es impresionante! ¡Maravilloso!». De hecho, fueron también sus últimas palabras.
Me consuela creer que nuestra muerte, cuando tenga lugar, no será un acto de terror, sino un encuentro impresionante. Al menos ésta es la palabra que usaron tanto Husserl como Bernanos, y no filosofando o escribiendo novelas, sino muriéndose. Me consuela pensar que ni aún en ese momento estaremos solos, porque vendrá Él para a tomarnos sobre sus hombros y guiarnos por el valle de las sombras. Él conoce el camino, de modo que nada debemos ya temer… Y, sí, el encuentro será maravilloso.
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