Miguel de Unamuno, considera al Diario de Sören Kierkegaard como uno de los más interesantes documentos escritos.
Uno de los documentos más interesantes que se hayan escrito nunca es, sin duda, el Diario de Sören Kierkegaard (1813-1855), el filósofo danés por desgracia todavía muy poco leído en los países de habla hispana.
Ya a principios de siglo don Miguel de Unamuno (1864-1936) se quejaba de las escasas y malas traducciones españolas de las obras de este filósofo al que se sentía tan afín y al que cariñosamente llamaba mi danesito. De hecho don Miguel, ya viejo, se aplicará a aprender danés con el único fin de leer a Kierkegaard.
Y, bueno, hay que reconocer que en el presente es mucho más fácil conseguir los libros de Sören Kierkegaard que en tiempos de don Miguel. El concepto de la angustia, Temor y temblor, y sobre todo Diario de un seductor son de sencillísima adquisición. Pero esto no es todo y ni siquiera lo más importante de la vasta obra kierkegaardiana, pues el que quiera conocer realmente a este cristiano excepcional tendrá como mínimo que leer su Diario.
Tengo entendido que allá por los años 60 la editorial argentina Santiago Rueda publicó una obra de Kierkegaard con el título de Diario íntimo (al menos eso fue lo que leí en la solapa de otro libro publicado por la misma editorial); lo que ya no sé –pues nunca se me ha hecho ver un ejemplar de éstos ni de lejos ni de cerca– es si se trataba de todo el diario o si sólo de una de sus partes o de una antología. Porque el Diario completo es monumental: consta de unas 5 000 páginas, aproximadamente. Ahora bien, una de las selecciones más completas, por lo menos hasta hoy, de dicho Diario, es la que realizó el filósofo y sacerdote italiano Cornelio Fabro y que publicó en 1972 la editorial Morcelliana, de Brescia, en la simbólica y muy apostólica cantidad de 12 volúmenes.
Pero, bueno, como el presente no quiere ser un mero artículo bibliográfico, vamos a abrir uno de los tomos de ese Diario, el segundo, en el párrafo 523 (de la versión italiana a la que hemos aludido), justo donde escribió lo siguiente el filósofo danés:
“Así como las mujeres judías consideraban un deshonor no tener hijos, así los cristianos deberían considerar un deshonor no tener lágrimas (las cuales, como los hijos, son un don de Dios)”.
“¡Es tan misterioso el país de las lágrimas!”, exclama el aviador perdido en el desierto al ver llorar al Principito a causa de su rosa. ¡Sí, es tan misterioso! Se nace llorando, se va uno de este mundo entre las lágrimas de los seres queridos (y acaso también entre las propias) y la risa misma, cuando llega a un cierto punto, al punto en el que le es imposible ya dar más de sí, no encuentra otra manera de expresarse más que con el llanto. ¡Y cuántas son las cosas que pueden hacernos llorar! El hombre maduro, el hombre fuerte que soportó ver a su madre rodeada de cuatro cirios, con mucha frecuencia es el mismo que no puede escuchar una canción de su niñez o de su juventud sin que las lágrimas se le escurran descaradamente por entre las barbas. En el mundo del llanto no hay reglas inmutables y fijas: cada quien sabe por qué llora, y sus lágrimas serán siempre sinceras, es decir, legítimas.
“Las lágrimas son mi pan día y noche”, cantaba el salmista lleno de pesar (Salmo 42,4). “Me parezco al búho del yermo, a la lechuza en las ruinas. Sin dormir estoy, y gimo como pájaro solitario en el tejado” (Salmo 102, 7). “Estoy cansado de gemir, baño mi cama cada noche, inundo de lágrimas mi lecho” (Salmo 6, 7).
El autor del salmo 56(55), como Kierkegaard, tampoco se avergonzaba de llorar, y cantaba gimiendo, dirigiéndose al Señor: “Tú llevas cuenta de mi vida errante: ¡recoge mis lágrimas en tu odre!” (v. 9).
¿Qué significa esta súplica extraña: “Recoge mis lágrimas en tu odre”? El salmista se dirige a Dios con el único lenguaje que conoce: el de los hombres del desierto, para quienes el odre es lo más importante que pueden cargar en una travesía por entre los mares de arena. En el odre va el agua, la seguridad, la vida. Sin el odre no hay esperanza de seguir adelante. El salmista dice pues a Dios: “Guarda mis lágrimas y ponlas en un lugar importante. Así como un beduino no pierde jamás una gota de agua, pues para él es un tesoro, así no dejes tú que se pierda ninguna de mis lágrimas”.
A esta oración confiada, Dios responde así por boca del profeta: “Hará Yahvé en este monte para todos los pueblos un convite de manjares exquisitos… Enjugará el Señor las lágrimas de todos los rostros y quitará el oprobio de su pueblo” (Isaías 25, 6-9). A Dios le importan nuestras lágrimas. Por eso, un cristiano no debería avergonzarse de llorar cada vez que la vida le diera material y ocasiones para ello, siempre y cuando dé sus lágrimas a Dios para que Él las ponga en lugar seguro. Dios es un buen conocedor de los desiertos de esta vida y no dejará perder ni una sola de las gotas que hayamos depositado en la concavidad de su odre.
“Señor –dice Gustave Thibon (1903-2002) que una vez preguntó a Dios–, esas lágrimas que corren arrastrando jirones de almas destrozadas…, ¿por qué?”. Y dice también que muy dentro de sí escuchó en seguida, a modo de respuesta, estas palabras: “Distintos imanes atraen nuestras miradas. La tuya se detiene en las lágrimas que corren y la mía en las flores que esas lágrimas riegan” (Le pain de chaque jour).
No sabemos por qué el dolor. Pero sabemos que es fecundo y que nuestras lágrimas están guardadas en la eternidad. Del hombre, el amado de Dios, ni siquiera eso que parece tan volátil se perderá.
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