Aunque la sinceridad tiene muchos enemigos, en este lugar, por razones de espacio, me limitaré a mencionar los tres más peligrosos.
El primero de ellos es la opacidad o falta de transparencia. Cuando, por ejemplo, dice usted algo en voz alta, o cuando se ve en el deber de expresar una opinión respecto a un determinado asunto, ¿qué preferiría: que su interlocutor le muestre abiertamente su desaprobación o que se guarde sus impresiones y las diga después en otro momento y a otras personas, es decir, en su ausencia? La gente que sólo ve y calla tiene siempre algo de temible; son como los tigres, que no se sabe nunca cuándo saltarán sobre su presa. Hace muchos, muchos años, conocí de cerca un ejemplar de esta especie, y puedo decir que fue una de las experiencias más amargas de mi vida: sus ojos te seguían adondequiera que ibas, pero sus labios callaban. ¿Qué era lo que éste pensaba de mí? Nunca llegué a saberlo, y aún hoy mismo no lo sé, porque aunque sus ojos me siguen mirando, sus labios permanecen sellados. Sin transparencia las relaciones se vuelven demasiado recelosas, demasiado precavidas: se convierten en algo parecido al juego de un niño que se sabe observado por su preceptor a través de los cristales. «Vamos, juega, por mí no te detengas», le dice. Pero el niño sabe que todo lo que haga será conocido después por sus padres o tutores, y se contiene. Hace como que juega, pero en realidad actúa. (A este fenómeno mediante el cual el observador se engaña creyendo que el observado nada sospecha de sus observaciones, los psicólogos sociales han dado el nombre -ignoro por qué razón- de efecto Hawthorne).
Otro enemigo de la sinceridad es la adulación. El adulador no es opaco, no se calla, pero dice más de lo que siente. «¡Oh, no cabe duda que es usted una persona de excepción! ¡Como usted no hay dos en todo el planeta!». Que no haya dos como nosotros en todo el planeta es cosa de sobra conocida, y para enunciar este lugar común no es preciso armar tanto jaleo; después de todo, tampoco como nuestro interlocutor hay dos en todo el planeta y uno no dice nada: ¿de dónde acá, pues, tales transportes? Entonces, casi por instinto, empezamos a hacernos preguntas del tipo: «¿Qué querrá de mí este señor?». En el tono del adulador hay siempre algo que induce a la sospecha y mueve a tomar las debidas precauciones. Recuerdo el caso de una niña que le decía a su padre calvo cada vez que quería obtener algo de él: «Papá: ¿te está saliendo pelo o estoy viendo visiones?» El padre esperaba que no se tratara de visiones, evidentemente, y una vez que se ponía en el estado de ánimo en el que la niña lo quería, era fácil pedirle cualquier cosa. Todos los aduladores se comportan de la misma manera. No es que vean visiones: es que quieren otra cosa, y nosotros, en el fondo, lo sabemos.
Pero hay una tercera forma de atentar contra la sinceridad, y es, como ya hemos dicho en páginas anteriores, darla en dosis excesivas (propinarla más que darla). Se trata de la sinceridad del que dice: «Yo digo siempre lo que pienso», aunque, a decir verdad, nunca diga lo que piensa, sino lo que se le ocurrió en un determinado instante. Decir lo que se piensa sólo es posible cuando se le ha dado vueltas y más vueltas a un asunto y se tiene ya una opinión fundada sobre él, cosa que, por lo demás, raramente sucede. El sincero excesivo no dice nunca lo que piensa, sino más bien lo que no pensó, lo que no tuvo tiempo de pensar. Y, bien, lo dice; no se detiene ante nada: todas sus ocurrencias encuentran inmediatamente salida, pésele a quien le pese. Sus pensamientos son como un pus del que quiere liberarse para terminar de una vez con la gran infección que lleva dentro. «Usted disculpará pero yo soy así de franco. ¿Qué le vamos a hacer?».
No obstante, la sinceridad impone ciertas condiciones: la primera de ellas es que no debe ser inoportuna. A este respecto escribió Romano Guardini: «Hay personas veraces por naturaleza. Son demasiadas limpias para poder mentir, demasiado de acuerdo consigo mismas; pero a veces se debe decir: demasiado orgullosas. Esto, en principio, es espléndido; pero una persona así está en peligro de decir cosas en momentos en que no vienen a cuento, de herir a otros o de perjudicarlos. Una verdad dicha en mal momento o de mala manera puede también confundir a una persona de tal modo que le costará trabajo enderezarse otra vez. Esta veracidad no sería viva, sino unilateral, perjudicial e incluso destructora».
Otra exigencia de la sinceridad, sobre todo cuando se dispone a hablar de las personas –y ya no sólo de la historia anónima o de las noticias del día- es la reflexión, pues debe ponerse a pensar acerca de si lo que va a decir es algo que el otro pueda cambiar o no. Si sí puede, bienvenida la crítica; pero si no, ¿para qué hacerla? Hay un mar de diferencia entre que critiquen nuestros hábitos alimenticios a que critiquen el tamaño de nuestro mentón, por ejemplo. Nuestros hábitos alimenticios pueden ser corregidos con la ayuda de un especialista y de una larga paciencia, pero mucho me temo que con algunas partes de nuestro cuerpo no podamos hacer lo mismo. ¿Quién, por más que se preocupe –decía Jesús-, podrá añadirle un palmo a su estatura? Digámoslo de una vez: la verdadera sinceridad debe saber detenerse y callarse ante eso que a falta de otra palabra llamamos simplemente destino. Los demás pueden criticar nuestra propensión al tabaco, y no pasa nada (quiero decir: ni nos enojamos, ni dejamos de fumar); pero si nos dicen que nuestra voz es desagradable por chillona, allí arderá Troya, como se dice, y si no arde Troya por lo menos quedaremos nosotros muy quemados. Porque nuestros hábitos de vida podemos cambiarlos, pero no el timbre de la voz. Para esto somos impotentes.
Decía Epicteto, el sabio estoico, que sólo existen dos tipos de cosas: las que dependen de nosotros y las que no dependen de nosotros. Pues bien, la sinceridad sólo debe tener que vérselas con las cosas del primer grupo, es decir, con aquellas que dependen de la libertad, porque cuando se atreve a tocar despectivamente a las del segundo, al punto se convierte en burla.
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