Cuenta Ignace Lepp en su diario que un día de 1941, cuando la segunda gran guerra se hallaba en su punto más álgido, una joven judía fue a buscarlo para pedirle el bautismo. Sin pensárselo dos veces, Lepp, que por entonces era un sacerdote recién ordenado, empezó a enseñarle las verdades contenidas en el Catecismo.
Conforme fueron pasando los días, sin embargo, Lepp pudo descubrir, no sin cierta tristeza, que lo único que movía a la joven a recibir el sacramento era ponerse en regla con las autoridades militares y poder así abandonar Europa. Lo que la chica quería era, pues, sólo una boleta de bautismo, porque sin la boleta no había visa, y sin visa no había esperanza.
Lepp explicó entonces a la joven que en tales condiciones no podía bautizarla, pero que, de cualquier manera, le daría la boleta. «Le explico que no me está permitido bautizarla en estas condiciones, ya que para mí el bautismo no es una simple formalidad administrativa… A pesar de no bautizarla, le prometo conseguirle lo que desea. ¿Por qué no? ¿No es legítima una pequeña mentira por escrito cuando se trata de salvar una vida humana?». La chica se fue dando saltos de gusto. Entre sus manos tendría muy pronto un papel que cientos de miles de hombres y mujeres hubieran deseado tener y no tuvieron nunca…
Poco después la joven regresó a la parroquia, pero no solamente a recoger la boleta: venía también a algo más. Continúa Lepp en su diario [anotación del 25 de octubre de 1941]:
«Clara ha vuelto a verme, nos hemos seguido viendo muchas veces este mes. Ella tiene su fe de bautismo y yo mismo he ido al consulado de uno de estos países oficialmente católicos de América Latina a fin de obtenerle un visado de entrada. Pero ahora, cuando ya no está preocupada por salir de una situación tan peligrosa, se muestra vivamente interesada por la religión de Cristo. Ha manifestado tantos deseos de iniciarse, que me quedo maravillado ante la acción del Espíritu Santo obrando sobre ella. Hoy soy yo quien debe instarla a que reciba el bautismo lo más pronto posible, antes de que tome el barco la semana próxima»…
La reacción de la joven era perfectamente comprensible. Se había sentido acogida, ayudada; no se le exigieron profesiones de fe, ni se le habían impuesto condiciones.
Ahora bien, lo que hizo el padre Lepp, ¿era tan sencillo como parece a primera vista? ¡No, él también arriesgaba la vida, él también se exponía! Pero estaba decidido: ahora sí la joven se haría cristiana. ¿Cómo no iba a serlo cuando, según la bella definición de Charles Péguy (1873-1914), cristiano es aquel que da la mano? De ahora en adelante pertenecería a la raza de los que ayudan.
He aquí un precioso testimonio que nos recuerda que el mundo no volverá a creer a menos que los cristianos, además de rezar el Credo, recitar el Rosario e ir a Misa los domingos, nos hagamos buenos en el sentido más humano y cálido que esta palabra pueda tener.
Escuchaba yo hace poco la interpretación que uno de mis maestros hacía de ese gran fresco que es La creación, de Miguel Ángel.
-Observen el dedo de Dios –nos decía en el interior de la misma Capilla Sixtina–: no puede estar más tenso. Pero vean, en cambio, el de Adán. De alargar un poco más su dedo, tocaría a Dios. ¿Qué le pasa? Lo vemos como amodorrado. ¿Se decidirá o no a tocar a Dios? He aquí, admirablemente expresado, queridos jóvenes, el misterio de la libertad y la dignidad humanas. El hombre es el único ser que podría tocar a Dios si lo quisiera, es decir, si se animara…
Bernardo Atxaga, en Esos cielos, también habla de La creación de Miguel Ángel, y dice lo siguiente: «El vacío entre los dedos… A pesar del esfuerzo que tanto Dios como Adán parecen hacer, sus índices no logran tocarse. Por muy poco, por un espacio mínimo, pero no se tocan. ¿Qué significa esto? ¿La imposibilidad del hombre para contactar con Dios? ¿La imposibilidad de ser buenos? ¿La independencia de Adán con respecto a su Creador?». Pero no, no es cierto; el personaje que así habla no ha observado bien: el dedo del hombre no está todo lo tenso que pudiera estar, le falta alargarlo un poco más; si lo hiciera, entonces…
Pero dejemos esto. Independientemente de las interpretaciones que podamos darle, Miguel Ángel no se equivocaba: Dios es Aquel que siempre tiende la mano al hombre. Y, así, muchas veces la mejor prueba de su existencia es simplemente una mano tendida. Lo que en ocasiones no pueden las pruebas filosóficas, lo consigue una mano que se estira con desinterés hacia nosotros en los momentos de mayor apuro.
«A veces he encontrado socorro entre gentes sin Dios que veían en mí al menos un artista. Los católicos no han visto esto ni nada». ¿De quién son estas palabras: de algún incrédulo malhumorado? No, sino de un místico: de Léon Bloy (1846-1917), quien también, en su Diario, escribió así: «¡Qué agonía ver a un sacerdote contemporáneo, a un cura de París, y tener que pedirle algo!».
¿Queremos que los demás crean en Jesucristo? Pues bien, no basta con leerles el Catecismo; es necesario, además, hacer por ellos lo que un día de 1941 hizo por aquella muchacha judía el por entonces recién ordenado padre Lepp. Pues toda mano tendida es un sacramento de aquella otra Mano que pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, y da testimonio de ella. Un testimonio modesto, bien lo sé, pero acaso más eficaz que el que sólo se apoya en esas largas peroratas que lo único que producen son bostezos y las ganas irresistibles de pasar a otra cosa de una vez por todas.
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