Si queremos entablar de veras un diálogo vivo, una relación que no acabe necesariamente en lucha o en una vulgar impartición de órdenes, es preciso evitar, por lo que toca a nosotros, los sentimientos de inferioridad; y, por lo que toca a nuestro interlocutor, los sentimientos de superioridad.
Refiere fray Bernardino de Sahagún (1657-1726) en el libro XII de su Historia general de las cosas de la Nueva España que cuando Moctezuma, el emperador azteca, supo de la llegada de un extraño navío a las costas mexicanas, sin siquiera esperar a que desembarcaran los tripulantes, envió hacia ellos una selecta comitiva para que los honrase y agasajase como sólo debían serlo los dioses:
«Entonces, subieron –escribe–. Llevaban en sus brazos los atavíos. Una vez que subieron a la nave, cada uno por turno comió tierra ante el capitán. Enseguida le rindieron homenaje, diciéndole: “Que se digne escucharnos el dios. He aquí que viene a rendirle homenaje Moctezuma, el que cuida de México para su servicio”. Entonces ataviaron al capitán; lo vistieron con la máscara de serpiente de turquesas, los aretes de serpiente de jade y el escudo de oro»…
Cuando leí este pasaje por primera vez, sentí una rabia espantosa; pero no contra aquellos españoles ingratos que después de haber recibido tan magníficos dones todavía tuvieron el descaro de maltratar a los mensajeros del rey, sino contra mí mismo y contra los mexicanos. «Somos una raza de agachones –recuerdo que grité en aquella ocasión–. Bien se ve que tenemos la autoestima por los suelos. Que se digne escucharnos el dios. ¿Cuál dios, qué dioses? Todas nuestras desgracias tienen su origen en esta malhadada costumbre de tragar tierra ante el primero que llega». Se trataba de una lectura, por decirlo así, perniciosamente nacionalista.
Pasados unos años, cuando por extrañas razones volvió a caer en mis manos aquel pasaje, ya me indigné menos, mucho menos; dije: «Esto demuestra que en el fondo los mexicanos no somos tan malos como piensan los productores de Hollywood, que siempre nos pintan en sus películas como traficantes de drogas, tipos mal encarados o panzones incorregibles. En realidad, eso es lo que debieran hacer todos los gobernantes y ministros del mundo: recibir a los recién llegados como si se tratara de dioses». Más que enojado, me sentí orgulloso de haber nacido en México, de pertenecer a una raza cálida y acogedora. Pero era ésta una lectura similar a la anterior: seguía siendo nacionalista, aunque de un talante mucho más positivo.
Hoy que he vuelto a leer este texto, veo el acontecimiento de otra manera: ni me indigno ni me emociono; constato, simplemente, que las cosas no podían haber sido de otra manera; que, por decirlo así, la lucha entre españoles y mexicas era casi inevitable. Diálogo vivo no podía haberlo por la sencilla razón de que para que éste exista es necesario que los interlocutores se sitúen en un plano de estricta igualdad (que de alguna manera se sientan hechos de la misma pasta), lo que no sucedió ni con los primeros ni con los segundos, pues mientras éstos creían que los españoles eran dioses, aquellos, a su vez, creían que los aztecas eran animales (de hecho, la filosofía en México se inauguró tratando de demostrar que los indios eran hombres, es decir, entes dotados de alma inmortal y creados a semejanza de Dios, y no meras bestias de carga). Siendo así las cosas, ¿cómo podían dialogar, comunicarse? ¡Ninguno aparecía al otro con rostro humano!
Cuando Karl Otto Appel y Jürgen Habermas quisieron fundamentar su famosa Ética del discurso hablaron del diálogo como de algo que sólo es posible entre iguales: con una planta no se dialoga, pero con un animal tampoco. ¿Cómo querer, pues, que puedan conversar un dios y un animal, una planta y un hombre?
Este incurable sentimiento de inferioridad del mexicano ha sido analizado por Samuel Ramos (1897-1959) en El perfil del hombre y la cultura en México; en este libro imprescindible, nuestro autor llega a la siguiente conclusión: el mexicano se siente inferior al europeo no porque sea menos inteligente que él, ni por ninguna otra razón, sino simple y sencillamente porque es mexicano: «No afirmamos –dice Ramos allí– que el mexicano sea inferior, sino que se siente inferior». He ahí el problema.
Emmanuel Lévinas, el filósofo del rostro, dijo una vez que al otro hay que amarlo más que a uno mismo, pues «pensarlo en pie de igualdad correría el peligro de reducirlo a otro yo mismo». La idea es bella, sin duda, pero a todas luces impracticable. Dios no nos pide que amemos al otro más que a uno mismo, sino ya por lo menos como a uno mismo. Contra Lévinas, el teólogo francés Bruno Chenu escribió lo siguiente:
«Ciertamente, el pensamiento de Lévinas roza a menudo lo paradójico y lo abstruso. Si es preciso acoger el rostro del otro en su exterioridad, su reconocimiento no es posible más que a partir de un fondo de humanidad común y de semejanza. La disimetría entre uno mismo y el otro conduciría a la imposibilidad de la comunicación».
No culpemos, pues, demasiado rápido a los españoles. También nosotros somos culpables de aquella comunicación fallida, de aquel encuentro culminado en desencuentro. Culpables por sentirnos menos, por creer que los otros eran más.
Este episodio de la historia nacional tiene moraleja, y es, me parece, la siguiente: si queremos entablar de veras un diálogo vivo, una relación que no acabe necesariamente en lucha o en una vulgar impartición de órdenes, es preciso evitar, por lo que toca a nosotros, los sentimientos de inferioridad; y, por lo que toca a nuestro interlocutor, los sentimientos de superioridad. Pues cuando uno de los dos empieza a sentirse más, o menos, la comunicación ha fracasado.
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