El maestro, en momentos como ese, tan solemnes, solía girar violentamente la cabeza. Era un recurso que había aprendido de sus profesores hacía muchos, muchos años, en sus tiempos de estudiante, pero que seguía utilizando con el mismo ardor del primer día.
-Se trata de un método violento, debo confesarlo, sobre todo para mi cuello -explicaba a sus colegas a la hora del café-, pero que no ha dejado de reportarme, a través de los años, unos resultados que no dudaría un instante en calificar de buenos; más aún, de excelentes.
El método completo consistía en lo siguiente: primero repartía las hojas de las preguntas, hacía después algunas recomendaciones acerca de temas tales como la honradez y la transparencia, y por último se dedicaba a dar rápidos paseos por entre los pupitres.
-Un examen es siempre una cosa muy seria, jovencitos -decía invariablemente una y otra vez a lo largo de estos rápidos paseos-, pues deja ver no sólo la solidez de vuestros conocimientos, sino también y sobre todo la nobleza de vuestros corazones.
A pesar de sus discursos, que siempre hablaban de lo mismo, no se fiaba demasiado de sus víctimas, pues en lo profundo de sí mismo creía necesario seguir recurriendo a ciertas estratagemas. Girar la cabeza violentamente hacia atrás mientras caminaba hacia delante era una de ellas, aunque había muchas otras más.
Cualquier sonido que no fuera el de los lapiceros deslizándose sobre el papel suscitaba en su interior una infinidad de sospechas. Esta desconfianza sistemática lo había llevado a descubrir acordeones (en España los llaman chuletas) hasta en los lugares más insólitos y recónditos. Con él, el clásico papelito pegado en las suelas de los zapatos ya no funcionaba desde hacía varias décadas.
-Desde la época de Pedro Picapiedra, para ser exactos –seguía diciendo a sus colegas mientras les guiñaba el ojo derecho en signo evidente de complicidad.
Pues bien, uno de esos días de examen, mientras efectuaba una minuciosa observación del «estado de las cosas» en las filas de adelante, vio con el rabillo del ojo que una joven, en los asientos de atrás, miraba a hurtadillas la palma de su mano derecha.
-¿Será posible tanta insensatez?, se preguntó. A esta pobre mujer debería suspenderla no tanto por irresponsable y perezosa cuanto por su falta de ingenio. ¡Ni aun en mis tiempos esta técnica funcionaba ya!
El maestro rió por dentro y fingió no haber visto nada. Pero la chica vio la palma de su mano por segunda vez, y luego una tercera, y eso era ya demasiado. El maestro corrió hacia ella a grandes trancos, y le ordenó que se pusiera de pie y le mostrara sus manos.
-Veamos qué es lo que hay aquí -dijo observando detenidamente manos, codos y brazos. En la izquierda no había nada, y, en la derecha, solamente una palabra; mejor dicho, un nombre: Óscar. Justo en lo más duro del curso, en el examen, la jovencita pensaba en Óscar. ¿Dónde estaba él mientras ella escribía unas respuestas de las que no estaba muy segura? ¿También él, en esos instantes, pensaba en ella?
Muchos años después de aquello, el viejo maestro me dijo entre confidencial y sonriente:
-Aquella chica era una ingenua. Pero, escuche usted: hay en la Biblia unos versículos que me gustan de manera especial; si no me equivoco, se encuentran en el libro de Isaías. Los israelitas se están quejando con Dios de que los tiene muy olvidados, de que casi no se acuerda de ellos. Entonces el Señor les responde por boca del profeta: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho? Pues aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaría de ti. ¡Mira cómo llevo tu nombre tatuado en la palma de mi mano!» (49,15-16).
El maestro se quedó pensativo durante unos momentos y, a juzgar por su mirada, que brillaba con la luz de los focos, casi estaba a punto de llorar. Luego prosiguió así:
-Vea usted el texto; en él se lee la palabra tatuado, que no es lo mismo a estar simplemente escrito. ¡Los tatuajes se hacen con punzones, y los punzones son siempre mucho más agresivos que los bolígrafos cuando tienen que marcar algo en una piel! Dios lleva nuestro nombre no escrito, sino tatuado, en la palma de su mano, según asegura el profeta. ¿Y no es esto maravilloso? Ya sé que no hay comparación entre una cosa y la otra, pero cada vez que leo este pasaje, y la verdad es que lo leo a menudo, me acuerdo de mi antigua alumna. ¿Dónde estará ahora? ¿Se habrá casado con Óscar? Yo, sinceramente, lo dudo, pues es muy raro que uno acabe casándose con el amor de su vida.
Viendo que la conversación había tomado un giro tan indiscreto como inoportuno, el maestro carraspeó un poco e hizo de todo para devolverla al buen camino.
-Sin duda, mi alumna en aquel momento se parecía mucho más a Dios que yo mismo. Porque Dios, según Isaías, recurre al mismo método para no olvidarnos; mejor aún, para tenernos siempre en su memoria; o mejor todavía, en su corazón. ¿Qué piensa usted de todo esto?
No dije nada: simplemente me quedé callado, lleno de emoción. En realidad, era el mejor comentario a aquel pasaje de Isaías que había escuchado en toda mi vida.
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