Nuestra señora de la valentía

“María será siempre el modelo de todos los que desean llegar hasta las últimas consecuencias en el seguimiento de la santa voluntad de Dios”


Recordar a la Virgen María


Siempre que se habla de la Virgen María se corre el riesgo de abundar en cosas ya dichas o de adoptar un tono dulzón y meloso que el lector posmoderno tolera cada vez menos.

Las Vidas de María, sobre todo las escritas antes del Concilio Vaticano II, se le caen a uno de las manos: más que hablar de una mujer de fe, pareciera que describen a un ser caído de otro planeta.

Hay que redescubrir el rostro de María; es necesario volver a presentarla como a una de nuestra raza, si bien grande por haberse fiado, por haber creído. «¡Dichosa tú que creíste!» (Lucas 1,45), le grita a la cara su prima santa Isabel, y en esta exclamación está ya dicho todo.

Cuando el ángel la visita, ¿cuántos años tiene la Virgen? ¿Trece, catorce, quince? En todo caso, no más. Era, pues, casi una niña. Y, aun así, le es propuesto algo que, se vea desde donde se vea, le complicará la vida enormemente.

Quedar embarazada como quedó ella –inexplicablemente y, sobre todo, antes de vivir con su marido- equivalía en aquellos tiempos remotos a exponerse al castigo más severo e infamante que podía sufrir una mujer: la muerte por lapidación. El libro del Deuteronomio era claro a este respecto:

«Si un hombre se casa con una mujer y, después de llegarse a ella, le cobra aversión, le atribuye acciones torpes y la difama públicamente, diciendo: “Me he casado con esta mujer y, al llegarme a ella, no la he encontrado virgen”, el padre de la joven y su madre tomarán las pruebas de su virginidad y las descubrirán ante los ancianos de la ciudad, a la puerta. El padre de la joven dirá a los ancianos: “Yo di a mi hija por esposa a este hombre; él le ha cobrado aversión, y ahora le achaca acciones torpes diciendo: ‘No he encontrado virgen a tu hija’. Sin embargo, aquí tenéis las señales de la virginidad de mi hija”, y levantarán el paño ante los ancianos de la ciudad. Los ancianos de aquella ciudad tomarán a ese hombre, le castigarán, y le pondrán una multa de cien monedas de plata, que entregarán al padre de la joven, por haber difamado públicamente a una virgen de Israel. Él la recibirá por mujer, y no podrá repudiarla en toda su vida. Pero si resulta que es verdad, si no aparecen en la joven las pruebas de la virginidad, sacarán a la joven a la puerta de la casa de su padre, y los hombres de su ciudad la apedrearán hasta que muera» (22, 13-21).

Es claro que María, al aceptar el encargo de Dios, se exponía a que le sucediera exactamente esto, pues de cualquier manera –aunque permaneciera virgen-, estaba embarazada. ¿Y no habría sido para ella demasiado vergonzoso? A decir verdad, la Virgen pudo haber dicho para sus adentros: «¿Y qué van a pensar de mí mis vecinos? ¿Y José? ¿Dudarán de mi integridad mis amigas y vecinas? ¡Qué vergüenza me da sólo el pensar que deberé exhibirme ante toda esta gente con el vientre abultado! No, lo que pides es imposible, al menos para mí; mejor búscate otra, Dios Altísimo».

Qué fue lo que pasó con José mientras tanto, lo sabemos por el evangelio de Mateo: que quiso abandonarla en secreto (Cf. Mateo 1, 16-24). ¿Por qué en secreto? ¿Para salvarle la vida? El evangelio no ofrece ninguna explicación, sino que se limita a decir que, puesto que era un hombre justo, «quería evitar ponerla en evidencia» (Mateo 1,19).

Hay autores –teólogos, sobre todo- que afirman en sus libros que el santo patriarca no abrigó nunca un mal pensamiento acerca de su mujer, y que si quiso renunciar a ella fue porque no se sentía digno de participar en tan hondo misterio, etcétera. Se trata, sin duda, de elucubraciones pías, de suposiciones devotas poco acordes con lo que en realidad pasó, pues el texto bíblico es a este respecto bastante claro. Sí, José pensó en abandonarla; estaba decidido a ello, y si no lo hizo fue porque un ángel, en sueños, se lo impidió. (Su justicia consistió, humildemente, en obedecer con firmeza la voz de Dios que le pidió no tener miedo de llevarse a María a su casa. Sí, fue un hombre bueno y justo, pues si otro hubiera sido, acaso habría dicho para sus adentros: «Este niño será muy de Dios, pero ya por el hecho de ser de otro, no lo quiero»).

Qué pensarían de ella los vecinos es algo que podemos imaginar. Y, sin embargo, María acepta. Acepta que la fe le complique la vida, que la gente hable, que sus familiares murmuren, que sus vecinas digan lo que quieran. Ya Dios lo arreglaría después todo con destreza y sabiduría.

«María será siempre el modelo –escribe G. A. Maloney- de todos los que desean llegar hasta las últimas consecuencias en el seguimiento de la santa voluntad de Dios. Pero hay una conquista: la del corazón humano, que requiere un mayor coraje. En esta área, las mujeres se han destacado siempre por su mayor sensibilidad a las exigencias de Dios, y María es la mujer más valiente de todas porque se entregó totalmente. Dejó que Dios hiciera con ella lo que deseara» (María, seno de Dios).

«¡Dichosa tú que creíste!». La fe, entonces, se le vuelve coraje, firmeza, confianza y arrojo. Dios estaría con ella, eso era seguro, pues ¿cómo iba a meterla en una aventura peligrosísima para luego dejarla sola?

María, enséñanos a confiar en Dios. A creer que si Él nos metió en esta aventura que es la vida, tampoco a nosotros nos dejará solos en ella. Así como tú no pediste ser la Madre del Mesías, así tampoco nosotros pedimos nacer. Haz, pues, que aprendamos lo que significa confiar, dejarnos caer en los brazos de Dios. Y, sobre todo, enséñanos a ser firmes, a desafiar con valentía –pero sin cinismo- la mirada reprobadora y el gesto amenazador. Enséñanos a compadecer al que nos juzga y a seguir adelante en la vida con alegría, como lo hiciste tú.

 

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