Monologo del libro

Mis páginas empiezan hacerse amarillas y a despedir un rancio olor a viejo que no acaba de gustarme del todo.


Libros viejos y sin leer


Fui tocado por última vez hace veinte años y cinco meses. No digo leído, no, digo únicamente tocado. Por decir así, pertenezco a la raza de los que viven en constante estado de espera. Cada semana mi secuestrador (permítaseme llamarlo así) entra a su estudio con una bolsa llena de libros; de esos seis o siete volúmenes aún envueltos en crujientes celofanes apenas si leerá uno. Los saca de la bolsa, los coloca cuidadosamente sobre su escritorio y los deja allí a dormir la eternidad. Yo también estuve un día en ese hermoso mueble de caoba, hace veinte años y cinco meses y, como los demás, tuve también mi semana de gloria, aunque después fui relegado a un anaquel polvoriento.

¿Debo confesar que cada vez que mi dueño hace su aparición con una bolsa nueva mi esperanza languidece? A veces tengo la impresión de que moriré sin haber sido leído. Mis páginas empiezan hacerse amarillas y a despedir un rancio olor a viejo que no acaba de gustarme del todo. Es un olor penetrante, ¿saben ustedes? Un olor a muerto, si puedo expresarme así.

Entre mis páginas hay dos mil frases de escritores célebres que, de ser aplicadas, cambiarían por entero la faz del planeta. No obstante, mi dueño, de un tiempo a esta parte, ha adquirido el hábito de leer ciertas obras de carácter tecnológico que, hay que decirlo con franqueza, de aquí a un tiempo no servirán para casi nada. Ha optado, como se dice, por estar al día. Pero, ¿y luego? ¿Durante cuántos días puede uno estar al día? De creer a mi vecino de enfrente, un libro de papel reciclado y tapas amarillas, los conocimientos técnicos caducan en la actualidad cada cinco años. Y si esto es así, como parece que lo es, ¿para qué perder tiempo en aprenderlos? Me decía hace poco un libro recién llegado: «Lo que pasa es que ustedes, los viejos, tenéis celos de nosotros, pues somos jóvenes y hablamos con el lenguaje de hoy; nuestros temas son actuales y nuestras páginas blancas». Le respondí lo siguiente con ese tono grave que suelen adoptar los seres de cierta edad: «Amigo, recuerde usted esto: es mil veces preferible el silencio a un libro que no hable de lo único que importa».

Recuerdo haberle dicho también esta bellísima frase de Gilbert K. Chesterton (1874-1936) que él, por ser tan joven, seguramente desconocía: «El día en que se realicen las máximas escritas en los cuadernos de los escolares, ese día habrá algo así como un sacudimiento universal». Lo que no le dije -para no dar pie a suspicacias inoportunas es que yo estoy lleno precisamente de estas máximas. Sin embargo, tenía razón el escritor inglés: si se forjan ideales nuevos es porque no se ha tenido la osadía de realizar los antiguos; si se pasa a los libros recién impresos es porque no se ha querido poner por obra lo que aconsejan los viejos. Piénsese, por ejemplo, en esta sola máxima de Joubert (1754-1824): «¿Quieres vivir feliz? Haz la lista de los males que no tienes». ¿No es espléndida? Un hombre que hiciera semejante elenco acaso acabaría descubriendo que no es tan desgraciado después de todo, y hasta se quejaría un poco menos de la vida. O bien esta otra de Marco Aurelio (121-180), el emperador filósofo: «Si no conviene, no lo hagas; si no es verdad, no lo digas: sé dueño de tus inclinaciones». ¿Puede haber máxima más luminosa que ésta? Pero, puesto que su práctica parece irrealizable, se pasa a la siguiente con la esperanza de encontrarla menos difícil o ya por lo menos más entretenida. «He sido un hombre afortunado –dijo una vez Sigmund Freud (1856-1939), el médico vienés-: nada en la vida me fue fácil». Quería, me supongo, animar a sus lectores a seguir adelante a pesar de los obstáculos y los reveses de la vida. ¡Cuánto consuelo y cuánta sabiduría hay encerrada en estas frases que los lectores leen de prisa y saltando de una a otra! Todo el arte de vivir se encuentra guardado en ellas como en antiguos relicarios que no por ser antiguos son menos útiles y bellos.

Un viejo libro del anaquel vecino, en cuyas tapas amarillas figura el título El arte de leer, se queja a menudo de que nuestro dueño lea con tan poco arte y, en las noches de luna sobre todo, entona estos nostálgicos versos que ya me he aprendido de memoria: He aquí la suerte de los hombres:/muchos los llamados y pocos los elegidos./He aquí la suerte de los libros:/muchos los deletreados y pocos los leídos.

Otro de mis compañeros me regañaba hace poco por esta costumbre mía de intercalar máximas famosas hasta en las conversaciones más informales. Me decía: «Como los ancianos, habláis sólo con dichos». Entonces le respondí: «No sólo como los ancianos, señor mío, sino también como el gran Sancho Panza, que no era, por lo demás, ningún anciano». Sin embargo, debo reconocer que este hermano de cautiverio tenía razón. Pero, ¿de qué otra cosa puedo hablar si no de lo que están llenas mis páginas? De la abundancia del corazón habla la boca… Pero oigo a lo lejos el crujir de una bolsa de plástico. ¿Con qué novedades habrá llegado este día mi señor? Un ejemplar encuadernado en rústica que se deshace de aburrimiento cerca de mí y que contiene las Cartas persas de Charles-Louis de Montesquieu (1689-1755) me recitó hace poco en voz alta el siguiente pensamiento, que encontré bello: «El gran error de los journalistes es hablar exclusivamente de los libros nuevos. ¡Como si la verdad fuese siempre nueva! Según yo, por el contrario, no hay razón para que un hombre prefiera los nuevos mientras no haya leído todos los libros antiguos». ¡Eso es hablar con sabiduría!

A decir verdad –y esto es algo que no me cansaré de repetirlo-, yo contra los libros nuevos no tengo nada. ¿Qué podría tener en su contra si también ellos perderán su novedad y su color? No es por nuevos precisamente por lo que los tolero poco, sino porque considero justa esta máxima Vauvenargues (1715-1747) escrita hace poco menos de tres siglos: «Lo malo de los libros nuevos es que nos impiden leer los antiguos». En realidad es sólo por eso.

 

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