Los olvidados

En una ciudad del mundo de cuyo nombre no quiero acordarme fue encontrado hace poco el cadáver de una mujer. En su cuarto, sobre la mesa de noche, había un vaso vacío, una caja de pastillas y un libro de oraciones; abajo, en el suelo, un par de pantuflas perfectamente alineadas; frente a la cama, una poltrona en la que se extendía un periódico que había perdido el equilibrio. En suma, nada aparentemente extraordinario, salvo la constitución del cadáver, la fecha del periódico y algunos otros detalles que revelaron «ciertas cosas».



El periódico, por ejemplo, databa de un día bastante lejano; las pastillas, a juzgar por la fecha que podía leerse en el ángulo derecho de la caja, habían caducado desde hacía tiempo; y ¿para qué hablar de la cantidad de polvo que opacaba cada cosa confiriéndole un aspecto repulsivamente viejo, descuidado, mortecino?

¿Cuánto tiempo tenía allí la mujer con una mano en el regazo y los ojos hundidos? Los peritos anotaron con rápida caligrafía en su libreta de pastas negras: «Siete años».

¡Desde hacía siete años el cuerpo de aquella anciana esperaba que alguien lo viera, se compadeciera de él y lo hiciese regresar al seno de la tierra!

Los vecinos no se imaginaban nada, por supuesto. Simplemente habían dejado de ver a aquella mujer solitaria que todas las mañanas, a eso de las ocho, regresaba de Misa con un libro de tapas negras bajo el brazo. A ninguno se le había ocurrido llamarla, buscarla, insistir.

El esposo, que vivía lejos de ella desde hacía diez años, confesó que ciertamente había dejado de buscarla, pero que de cualquier manera el hecho «le dolía». La hija –porque la anciana señora también era madre además de esposa– dijo entre lágrimas que, a decir verdad, durante todo ese tiempo no le había telefoneado mucho (acaso unas tres o cuatro veces, sin obtener respuesta), pero que no era su culpa porque el trabajo la tenía agobiada y además su mamá nunca respondía. Las amigas con que solía reunirse los viernes por la noche para organizar actividades de beneficencia gritaron a su vez impresionadas «que no era posible, que no era posible, que no era posible», que creían que se había cambiado de casa o que simplemente se había ido a vivir a otra ciudad. ¡Y vaya sí era posible! ¡Siete años!

¿Cuántos hombres y mujeres, muertos desde hace tiempo, estarán hoy, en algún lugar, esperando que alguien ponga a funcionar su memoria y los recuerde, que haga uso de los derechos de la amistad y se lance en su búsqueda? «Debo respetar su intimidad», me dijo alguien hace poco de un amigo suyo al que de pronto había dejado de ver. No se atrevía a llamarlo, a importunarlo con un timbrazo de teléfono. ¡Extraña idea de la amistad! Confieso que no la comprendo y que, al menos por lo que a mí respecta, no consideraría nunca amigo mío a uno que no quisiera meterse en mi vida y me viera siempre desde fuera, como lo hacen los extraños. El amigo puede importunar, preguntar, pedir explicaciones e incluso, cuando la ocasión lo amerite, exigir y reclamar.

Pero, al parecer, nadie tiene derechos sobre nadie en esta sociedad sin amigos. Hoy el principio al cual todos deben someterse es: «Yo no me meto en tu vida para que tú no te metas en la mía. Respétame, respeta mi vida privada, mi derecho a estar solo».

Antes era posible que el habitante de una pequeña ciudad se supiese los apodos, los oficios y las direcciones de todos sus paisanos; hoy ni siquiera sabemos el nombre de la persona que desde hace veinte años entra a su casa por la puerta de enfrente. «Ocúpate de lo tuyo y deja a los otros en lo suyo». «No te inmiscuyas, no preguntes, déjame en paz». La privacidad se ha convertido en objeto de culto para los habitantes del siglo XXI. Privacidad: respeto al otro que no es en ocasiones más que indiferencia simple y pura.

Los griegos de la antigüedad utilizaban la expresión ta idia para referirse a la persona que no participaba nunca en la cosa pública, que se retiraba de los demás para dedicarse de tiempo completo a la prosecución de sus intereses privados. Ta idia, es decir, idiota. El idiota, originalmente, no es el tarado; tampoco es el tonto, sino el que no piensa en los otros porque cree bastarse a sí mismo: el que no busca la compañía ajena y se reduce a cuidar su propio jardincito, pensando que a ese gesto (idiota) se reduce toda su misión en el universo.

He aquí lo que confesaba hace poco más de dos décadas –en 1985– un tal Robert Palmer a los autores de Hábitos del corazón, uno de los libros más significativos acerca de la vida americana publicado en los últimos tiempos:

«Algo que para mí caracteriza la vida en California, una de las cosas que hacen de California un sitio tan agradable para vivir, es que la gente en general no se preocupa de las escalas de valores de los otros, siempre y cuando no interfieran en su propio sistema. Por lo general, aquí la regla consiste en que si tienes dinero puedes hacer lo que te dé la gana, siempre que ello no destruya la propiedad de alguien, interrumpa su sueño o ataque su intimidad; entonces todo va bien. Si quieres ir a tu casa y fumar marihuana, o inyectarte droga y destrozarte, es cosa tuya, pero no lo saques a la calle, no expongas a mis hijos a eso: tú ocúpate de tus cosas».

He aquí la nueva filosofía de la vida: haz lo que quieras; mátate, si te da la gana, pero te advierto que yo no quiero líos con la policía.

Una ciudad, un edificio, podrán ser limpios, bellos y funcionales; pero si nadie conoce allí a nadie, si nadie saluda a nadie y nadie se interesa por nadie, ésa es una ciudad y un edificio de idiotas.

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