Una necesidad básica que experimentamos los humanos es la de llegar a un acuerdo entre lo que pensamos y lo que hacemos; ahora bien, cuando este acuerdo, por alguna razón, no llega a darse, se produce entonces lo que el sociólogo Leon Festinger (1919-1989) llamó disonancia cognoscitiva. El mismo Festinger explica en qué consiste: «Siempre que una persona recibe una información o una opinión que juzga le impedirá seguir realizando lo que habitualmente realiza, esta información es entonces disonante. Y cuando existe la disonancia, la persona trata de reducirla modificando sus acciones o bien cambiando sus creencias u opiniones. Si no puede modificar la acción, el cambio de opinión sobrevendrá inmediatamente».
¿Qué quiso decir el sociólogo con esta afirmación aparentemente tan complicada? Veámoslo. Supongamos que durante diez años hemos venido realizado una determinada acción –fumar, por ejemplo-, y que de pronto alguien viene y nos dice que fumar hace mucho mal y que hasta es posible que acabemos con cáncer en los pulmones. ¿Qué sucede entonces? En realidad –asegura Festinger-, pueden suceder dos cosas: o que dejemos de fumar (cambiando nuestra opinión respecto al consumo de tabaco), o que nos neguemos a escuchar al atrevido que ha llegado hasta nosotros con tan desagradable novedad. Cuando resulta mucho más difícil hacer lo primero, casi siempre (para reducir la disonancia) recurrimos a lo segundo, como sucedió con aquel hombre de cierta edad que dijo un día a su mujer: «Desde que leí en el periódico que fumar hace tanto mal…, ¡vamos, que he dejado de leer el periódico!».
No podemos vivir en el desequilibrio; así, o dejamos de fumar o dejamos de leer. El bebedor que picando aquí y allá en su control remoto (los estudiosos de comunicación dirían haciendo zapping) va a dar a un canal que se halla transmitiendo un programa muy serio y muy científico acerca de «los daños al hígado que produce el alcohol», o dejará de beber o cambiará de canal, aunque lo más seguro es que se limite sólo a hacer lo segundo porque es lo más sencillo. ¡Nadie acepta de buen grado que alguien venga y le diga que lo que tanto le gusta hacer es a la larga perjudicial!
Mientras leía el artículo en el que Festinger explicaba su teoría de la disonancia cognoscitiva, me pregunté si no podría aplicarse también al fenómeno del ateísmo en lo que tiene éste de puramente humano.
En uno de sus famosos Ensayos, Francis Bacon (1561-1625), el filósofo inglés, hablando del ateísmo, hizo la siguiente afirmación: «Los hombres que se atreven a negar la existencia de Dios son solamente los que en ello tienen interés». ¡Qué frase más lapidaria y contundente! Pero, ¿es de veras así? ¿Es que hay en este mundo seres a quienes no conviene que exista Dios? Sin embargo, va a ser Pascal quien desarrolle más tarde esta idea en uno de sus Pensamientos. En él, el filósofo francés (se trata del número 457, edición de Jacques Chevalier) habla imaginariamente con un ateo y sostiene con él el siguiente diálogo: «Me dices: “Yo hubiera abandonado pronto los placeres si hubiera tenido fe”. Pero yo te digo: “Hubierais poseído pronto la fe si hubierais abandonado los placeres”».
Según Pascal, pues, lo que dificulta el acto de fe no es lo que uno piensa, sino más bien lo que uno hace: el ateísmo es hijo más de la razón práctica que de la razón teórica; más de las malas obras que de una serie de meditaciones llevadas hasta sus últimas consecuencias.
Un hombre que había pervertido a infinidad de jóvenes en sus múltiples incursiones nocturnas por las calles de mi ciudad, me dijo un día: «Dejemos en paz el problema de Dios. Por ahora es un problema que no me interesa». «¿Y crees tú –le pregunté- que algún día te interesará?». «¿Quién lo sabe?, me respondió. Después de todo, es probable, aunque no por ahora. En todo caso, mientras pueda gozar aunque sea un poco de esta vida irrepetible, mientras no cause asco a los demás, yo creo que no». Mientras esté joven y sano, tal parece ser su postura, Dios seguirá siendo para él una palabra inútil; mas cuando las cosas empiecen a complicarse, ya se verá…
A un narcotraficante, por ejemplo, ¿le convendrá mucho que Dios exista? Los dueños de esas casas de mal vivir y peor dormir, ¿desearán con vehemencia que haya un Dios que es –como dice el credo católico- Juez de vivos y muertos?
Esto no significa, por supuesto, que todo ateo sea un inmoral; ¡Dios me libre de decir semejante cosa! Significa, únicamente, que muchos ateísmos no son más que un recurso para reducir la disonancia, una pose para justificar algo: la propia manera de vivir, por ejemplo. Puesto que «si Dios no existe, todo está permitido», éstos, para permitirse todo, deben convencerse a sí mismos de que no existe Dios, y para convencerse a sí mismos gritan su incredulidad al primero que pasa, pues de otra forma tendrían que cambiar de conducta, cosa que, por el momento, no les hace maldita la gracia.
También existe el ateísmo de ciertos intelectuales que por ganar fama y fortuna son capaces de todo. Como Dios hoy ya no es popular y ellos sí que quieren serlo -y con todas sus fuerzas, además- sin ningún tipo de miramiento mandan a Dios al desván de las cosas viejas, o lo tratan como a un insoportable viejo gruñón que lo mejor que podría hacer en favor de la humanidad sería desparecer cuanto antes del horizonte. ¡Ah, el populismo de los intelectuales! ¿Quién nos pondrá a salvo de él?
Pero terminemos ya. Poco antes de morir, Franz Werfel (1890-1945), el gran escritor austriaco, escribió una especie de testamento o de balance espiritual que después, al mandarlo a las prensas, tituló así: Entre el cielo y la tierra. Pues bien, en este libro imprescindible es posible encontrar el siguiente aforismo: «El origen del ateísmo no es el conocimiento de que Dios no existe, sino el deseo vehemente de que no exista».
¿Será? Por lo menos acerca de esto, a mí no me queda ya ninguna duda.
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