La vida continúa

Y volvió gritar. Y volvió a reír. Y volvió a beber.


Dolor breve


Se despertó a la diez. A las once o poco menos, Berta, la sirvienta, le subió el desayuno a la cama. A las doce, su madre entró con pasos sigilosos preguntándole:
-¿Te encuentras bien.

Le tocó la frente con el dorso de la mano y al comprobar que no tenía fiebre descorrió las cortinas de un enérgico tirón. Se sentó en el sofá, abrió por la mitad uno de esos libros ilustrados con que suelen decorar las personas ricas sus habitaciones (libros, ¡ay!, que nadie lee y que a nadie interesan), y preguntó con el mismo tono desapasionado con que se preguntaría algo a la pared:
-¿A qué hora regresaste anoche?

Como no obtuvo respuesta, la mujer siguió hojeando el libro (que hablaba, a lo que parece, de la centenaria historia del tequila).

-No sabía –dijo la mujer fingiendo entusiasmarse- que nuestra bebida nacional tuviera tanto éxito en el extranjero. ¡Por lo que se ve, lo toman hasta los chinos! ¡Espero que no empiecen a producirlo ellos también! Son terribles, los chinos, ¿no es verdad? No pueden ver nada bueno sin que empiecen inmediatamente a clonarlo.

En realidad había subido a la habitación de su hijo no para hablar del tequila, sino para otra cosa, aunque no sabía cómo empezar. Volvió a hacer la pregunta, aunque ahora de un modo más personal:
-¿A qué hora regresaste anoche?

Y una voz desganada salió de entre los cobertores:

-A las tres.

-¿Sabes? –dijo la mujer-, acaban de llamar de la casa de Pablo. Al parecer se accidentó conduciendo y está mal; quiero decir, está muy mal.

No se atrevió a decir que estaba muerto.

Cuando el muchacho lo supo –era la una y media de la tarde-, no pudo hacer otra cosa que llorar. Lloró primero silenciosamente y luego a gritos. Entonces llegó su padre y ambos, padre y madre, acariciándole la espalda, la cabeza, los cabellos, le rogaban que se calmara. Decían comprender que aquella muerte le doliera tanto, pero insistían en que de todos modos debía calmarse.

Al ver que no conseguían aminorar sus sollozos, se lanzaron mutuamente miradas de sorpresa («¿Qué tipo de relación llevaba mi hijo con Pablo?», se preguntó el padre, que no podía comprender que alguien llorase a un simple amigo de esa manera). Y no sabiendo ya qué más hacer, su madre le contó que también ella, cuando tenía veintiún años –¡qué casualidad!- había perdido a una gran amiga; que, como ahora le sucedía, también ella había querido morirse de dolor, pero pronto comprendió que, sea como fuere, la vida continuaba.

-Uno –le explicó- no debe por ningún motivo morirse con los muertos.

«Que llore –pensó el padre-, que se desahogue. Le hará bien. Las lágrimas son una terapia excelente».

El muchacho, entretanto, decía con la cabeza baja:
-Pablo era mi único amigo. ¿No lo comprenden? ¡No tenía derecho a morirse!.

«Nadie tiene derecho a morirse, querido mío», pensó la madre. «Nadie». Pero sólo lo pensó. En su juventud había leído una gruesa novela titulada Nadie debería morir, o algo por el estilo, y como quiera que sea algo recordaba de ella, aunque sólo fuera el título. En este punto fundamental estaba de acuerdo con su hijo: sí, nadie debería morir. Nadie, ni nada: ni los pájaros, ni las hormigas. ¿Y los ratones? Bueno, eso ya era otra cosa. ¡Qué asco con los ratones! A ella sencillamente la aterrorizaban.

A las cinco treinta el muchacho fue al velatorio, vestido con el color que exigía la ocasión, y volvió a llorar en el momento de acercarse al féretro. Estuvo junto al cadáver hasta la madrugada, y a intervalos regulares pasaba suavemente su mano por el ataúd, como acariciando a quien se hallaba en él.

A la mañana siguiente se despertó con la boca reseca. ¿Y si nada de eso hubiera sido verdad? Pero al ver su pantalón negro y su camisa oscura derrengada a un lado de la cama, tuvo que reconocer que no había sido sólo un triste sueño: Pablo no despertaría más a luz de este sol, al calor de este mediodía. Como pudo se puso la misma ropa del día anterior y se sentó en un sillón con la mirada perdida. Pablo ya no estaba, Pablo ya no estaría. Encendió un cigarro. ¿Por qué no se había muerto él en lugar de su amigo? Hubiera sido mejor así. Consultó el reloj: las tres y diez.

Las exequias fueron celebradas a las cinco; él mismo, durante la misa –haciendo pucheros ante la asamblea -, leyó la primera lectura, y poco antes de las siete todo había acabado.

-¡Cuánto lo quería! –dijeron todos los que lo escucharon proclamando un fragmento del libro del Apocalipsis, y los que no lo dijeron seguramente lo pensaron.

Cuando regresó del cementerio se encontró en su casa a dos de sus primas que, sin previo aviso, habían venido de Monterrey a pasar «con su familia de San Luis» el puente tan largo y tan soñado de que ahora se disponían a disfrutar.

Y como no era justo que por culpa de Pablo las primas vinieran de tan lejos únicamente a aburrirse, aquella misma noche las llevó a bailar a un antro.

Y volvió gritar. Y volvió a reír. Y volvió a beber. El luto por su amigo había durado exactamente un día y la mitad de otro. Pero, ¿qué quiere usted, lector? Las cosas, ahora –incluso los grandes dolores-, suelen ser bastante breves.

 

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