¿Qué tan decisivo es para el futuro de una persona el haber sido deseada y querida desde el vientre de su madre y, de ser posible, desde antes todavía? Sobre esto se han escrito infinidad de libros. Hay quienes dicen, por ejemplo, que quienes no tuvieron esa suerte están prácticamente de más en el universo; por lo menos, esto fue lo que afirmó Pier Paolo Pasolini (1922-1975) en una de sus famosas Lettere luterane (Cartas luteranas), donde dijo así: «Un niño intuye rápidamente –a los pocos días de vida- si su venida al mundo ha sido verdaderamente deseada o no. Si intuye que no fue deseado, o, peor aún, si intuye que es indeseado, se enferma. Las neurosis que causan las regresiones más terribles e incurables son debidas precisamente a este sentimiento primigenio de no ser acogido en el mundo con amor».
Por supuesto, Pasolini no era psicólogo, aunque sí un gran cineasta, un gran escritor y un gran inconformista: a pesar de su anticlericalismo feroz, giró por pura simpatía hacia la persona de Jesús una película que, para muchos, sigue siendo la mejor vida de Cristo que se hayan filmado nunca: El evangelio según san Mateo.
Pasolini cree, pues, que aquellos que no fueron queridos tarde o temprano tendrán que beber el cáliz amargo de saber que viven en vano, pues les fue negado el porqué de su existencia, y sin este por qué no hay nada que hacer: están de más, sus vidas sobran. Precisamente, el título de la carta apenas citada es: «Viven, pero deberían morir».
Esta manera de ver las cosas es muy común entre nuestros contemporáneos. Miles de libros lo dicen y cientos de psicólogos lo repiten, aunque omitiendo eso del deber morir por puro respeto a la deontología de su profesión. Lo que no queda muy claro, sin embargo, es de qué manera intuye el niño que no fue realmente querido. ¿Cómo puede juzgar un sentimiento que no tuvo la oportunidad de verificar por la sencilla razón de que es anterior a él? Si un niño de diez años dijera, por ejemplo: «Mi padre, señores –y es hora de que lo sepan- jamás amó a mi madre», ¿qué le podríamos responder? Me imagino que algo más o menos parecido a esto: «Y tú, ¿cómo lo sabes, si cuando tus padres se conocieron tú aún no estabas en este mundo? ¿Qué sabes tú de la prehistoria de su amor?». Pues bien, lo mismo podría decirse del origen de su nacimiento: es posible que el padre dé a este niño en la actualidad muy pocas muestras de amarlo como debiera, pero, aun así, decir: «No te quiero», es muy diferente a decir: «No te quise».
No obstante, supongamos que, en efecto, el muchacho no fue querido en absoluto; que la madre recibió la noticia de su embarazo con llanto y desesperación; que su venida al mundo fue debido a un accidente de pareja o, simplemente, a lo que podría llamarse un error en los cálculos de maniobra; supongamos que así haya sido: ¿debemos suponer entonces que este joven está condenado a vivir una vida neurótica y sin sentido?
La continuadora de la obra de Viktor E. Frankl, la psicóloga Elizabeth Lukas, afrontó este problema en uno de sus libros, y he aquí lo que escribió en él acerca de este asunto tenebroso: «Una infancia infeliz puede explicar una vida infeliz, pero no predeterminarla. Lo mismo debe decirse de la expresión hijo no querido. ¿Puedo preguntar cuántos hijos han sido verdaderamente queridos y programados? ¿El 5%, el 10%? ¿Creéis de veras que los otros sean menos amados en secreto por sus padres sólo porque en el momento de su concepción no fueron ardientemente deseados? ¿Es que el amor de los padres no puede crecer? ¿Una madre no puede pues acoger con alegría a su niño aun cuando en el embarazo haya tenido sus dudas? Verdadera madre no es sólo aquella que espera con alegría un hijo, sino la que consigue amarlo pese a toda adversidad».
Imaginemos que una persona sumamente querida nos lanzara un día el siguiente reproche: «¿Sabes lo que tengo contra ti? Que no me amaras desde antes de conocerme; que no esperaras con pasión mi llegada a tu vida». ¿No sería demasiado pretencioso por su parte decir una cosa semejante? Sin embargo, siendo fieles a la verdad, podríamos responderle: «Es cierto que no te esperaba, que no me eras indispensable. ¿Cómo podías serlo, si no te había visto ni siquiera una vez? ¡De ti no sabía nada! ¿Existías? Pero ahora que estás aquí, a mi lado, cerca de mí, has llegado a ser parte fundamental de mi vida». Esto sería mucho más honesto que si le dijéramos en una especie de acceso romántico: «Te equivocas. A decir verdad, te esperaba. Y mucho antes de conocerte, ya pronunciaba tu nombre, invocándote a lo lejos». ¡Pamplinas! ¡Esto que se lo crea su abuela!
Recuerdo que fue Simone de Beauvoir, la escritora francesa, quien dijo en una ocasión que ni los libros ni las personas eran necesarios antes de haber sido escritos o de haber nacido, y que la labor tanto del escritor como de las personas era hacerse indispensables en un mundo en el que nadie preguntaba por ellos. Pienso que tiene razón. El amor nace de la mirada constante, del tiempo compartido, de la larga convivencia. Y, claro, el amor a los hijos no tiene por qué ser la excepción.
«-¿Cómo es posible quererte tanto sin haberte deseado?» –se pregunta Ida Sierra mirando a Jacobo, su hijo menor, en El volumen de la ausencia, la hermosa novela de Mercedes Salisachs.
Jacobo no había sido querido. ¡Ida se rehusaba a tenerlo! Pero ahora que el muchacho estaba allí, ante sus ojos, se decía a sí misma esta mujer, feliz de haberlo concebido: «Jacobo, el niño no deseado que comenzó a convertirse de pronto en el niño más deseado del mundo».
¡Basta de romanticismos! Sepamos de una vez por todas que muchas veces las cosas suceden así. ¿Y qué podríamos hacer para evitarlo? Pero no, no se trata de evitarlo, sino únicamente de comprenderlo para no elevar a rango de drama cósmico lo que no es más el orden natural de las cosas.
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