El profeta subió a una piedra del antiguo castillo y dijo en alta voz: «¡Dichosos los que son lo que soñaron!».
Una mujer, al ver que compradores y vendedores se arremolinaban en torno al hombre de las barbas blancas, quiso escabullirse, pero era ya demasiado tarde: una compacta muralla humana se lo impedía.
¿De dónde había salido aquel anciano? ¿Cómo y cuándo había llegado al pueblo? ¿Y por qué se afanaba en predicarle a aquel puñado de campesinos esas cosas tan complicadas? Anteayer les había hablado del destino, ayer de la libertad y hoy les decía muchas cosas acerca de los sueños. ¡Como si estas pobres gentes no tuvieran ya bastantes problemas con vivir! ¿Por qué no les hablaba de siembras y cosechas, de arados y caballos?
Pero lo escuchaban, siempre lo escuchaban, y le hacían preguntas, y se quejaban con él de sus vidas difíciles, a menudo infelices.
-¿Qué quieres decir con eso de «dichosos los que son lo que soñaron»?, preguntó un joven aprendiz de zapatero.
Por toda respuesta, el profeta llamó a un niño de cabellos colorados, posó la mano izquierda sobre su cabeza y le preguntó:
-¿Qué serás de grande, pequeño?
-De grande seré soldado.
-¿Y por qué soldado?
-Porque sí, porque seré soldado.
-Como pueden ver, todo niño sabe lo que será de grande -prosiguió el profeta-. En su cabeza, en sus sueños, merodea ya una imagen de sí mismo que es la única real, la única verdadera. Por eso os digo: dichosos los que son lo que soñaron.
Una voz salió de entre la multitud como un gemido:
-¡Uno no es nunca el que quiere, sino el que puede!
-Sí, dijo el profeta -su mirada se perdió en los lejanos horizontes, llena de una infinita tristeza-. Y, no obstante eso, pobre del que de niño soñó con levantar palacios y acaba su vida en una mesa de cambista. ¡Pobre del que quiso ser camellero y termina sus días escribiendo en pergaminos!
-La vida -dijo otro- nos zarandea siempre, maestro. La vida nos lleva siempre a donde no queremos.
-¡Ay, una no se casa nunca con el amor de su vida! -dijo una mujer que se espantó enormemente de lo que acababa de decir: una de sus cuñadas se le quedó mirando en actitud indignada.
-En verdad, en verdad os digo: no permitáis que la vida, con sus miles de exigencias y tareas, os robe vuestros sueños. Luchad por ellos como lucharíais por un hijo.
-Maestro, maestro… –dijo un anciano que no acertó a decir nada más.
-Uno muere cuando deja de desear y de soñar –prosiguió el profeta-. Son nuestros sueños los que nos mantienen en pie y nos hacen vivir. ¡Pobre, pues, del que ya no espera nada de la vida, del que ha renunciado a imaginarla! Dejad que los ladrones se lleven vuestro oro, vuestro calzado y vuestros vestidos. Al que os quite la túnica, entregadle también el manto; a quien os obligue a caminar mil metros, decidle que caminaréis con él dos mil. ¡Que todo os quiten los ladrones, si quieren, pero no permitáis que también se lleven vuestros sueños!
Todos estaban silenciosos y algunos lloraban -acaso por sus anhelos robados, por sus ilusiones perdidas, por sus vidas desperdiciadas.
-Vendrán hombres que os ordenarán: «¡Haced esto, haced lo otro y lo de más allá!». Pero yo os digo: cuidad que esto, lo otro y lo de más allá no os haga olvidar lo que soñasteis de niños. En esos sueños está el secreto de lo que verdaderamente anheláis.
Cuando la voz de otra mujer se alzó para preguntar qué tenían que ver los sueños con la vida, el profeta ya se había ido.
* * *
Una vez, en el transcurso de una entrevista, dijo así el escritor mexicano Octavio Paz (1914-1998): «Creo que el niño es la semilla de creación del hombre. Todo lo que hacemos está ya en el niño, y lo que importa en cada vida humana es ser dignos del niño que fuimos, realizar la profecía de hombre que es cada niño». Bellas palabras que me gustaría apareciesen aquí junto a estas otras: «Pero, ¿no consiste acaso la vida de un hombre en realizar algunos de sus sueños infantiles?» (Pierre de Boisdeffre, Metamorfosis de la literatura).
Sí, ante todo es necesario que nuestros sueños no se pierdan, que no nos traicionemos a nosotros mismos. Aparte de trabajar es necesario soñar. Claro que se nos dirá que debemos hacer esto y lo otro: en este mundo, a lo que parece, nunca dejará de haber jefes y superiores. ¡Está bien! Que nos pidan lo que quieran, con tal de que no nos roben nuestros sueños y nos quede aunque sólo sea un poco de tiempo para realizarlos. Pues el hombre sin sueños –como dijo alguien una vez– no es más que un cadáver que piensa.
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