El tío estaba muy enfermo y el señor y la señora Pérez pensaban en él mientras el autobús se deslizaba por una curva peligrosa.
-¿Habrá muerto ya? -preguntó de pronto el señor Pérez, un hombre calvo y gordo que en otro tiempo se había interesado por la vida de las abejas pero que de un tiempo a esta parte había cobrado un interés casi enfermizo por el destino de los bienes de su tío.
-No, no ha muerto –respondió la mujer con una voz entre acongojada y feliz mientras retomaba la revista que con el susto de la curva se le había escapado de las manos-. Si hubiese muerto, ya nos habríamos enterado. Las malas noticias vuelan, querido.
El señor Pérez se limitó a suspirar, visiblemente aliviado.
Era verdad: de haber muerto el tío, cualquier pasajero, salido tal vez de entre los forros de un asiento, o de una maleta, se hubiera acercado a ellos para decirles en un tono artificialmente dolorido: «Sé que es terrible decirlo, señor y señora Pérez, pero su tío, su querido tío, su señor tío»… Sí, si el tío hubiera muerto, el señor y la señora Pérez se habrían enterado ya.
En su libro L’ottismismo, Francesco Alberoni traza un retrato perfecto de esos seres nefastos cuya única ocupación en la vida parece ser la de llevar y traer malas noticias:
«Cuando uno de vuestros amigos debe daros una noticia que os hará sufrir, es muy prudente. Estudia el momento más adecuado. No os llama en el corazón de la noche, no os la dice antes de que entréis a un examen… El portador de malas noticias, en cambio, no se preocupa de nada. No piensa en cómo os encontráis, en lo que estáis haciendo. Apenas os ve, os dice la cosa desagradable. Si se trata de algo confidencial, os telefonea por la noche. Os la dice por la mañana, cuando estáis recién levantados, para arruinaros la jornada… En realidad, al portador de malas noticias le gusta deciros esas cosas, ver vuestro embarazo, vuestra ansiedad. Pertenece al mismo grupo de aquellos que vienen a deciros las cosas malas que se dicen de vosotros. Y os las dicen con riqueza de particulares. Con las palabras exactas. Y, al pronunciarlas, da la impresión de que compartieran el parecer de aquel que las ha dicho, dado que las recuerda tan bien… Un amigo, un verdadero amigo, os habría defendido, se habría indignado. Pero ellos no. Ellos callaban. Y, obrando así, avalaban el parecer de los otros, se ponían de su parte».
Al portador de malas noticias le gusta hacer sentir mal a la gente. Disfruta ver las manos temblorosas y el corazón abatido. Pues bien, nunca podrá este profeta de desventura comprender lo que significa en su esencia misma el Evangelio, esa Buena Noticia que Jesús vino a traer.
Un cristiano, por el mero hecho de seguir a Jesús, debiera ser un experto en el arte de dar buenas noticias. «El Señor me ha dado una lengua hábil para decir al cansado palabras de aliento» (Isaías 50,4), decía de sí mismo el profeta.
Y nuestros medios de comunicación, ¿no se han vuelto especialistas en el arte de dar malas noticias? Pareciera que disfrutan mucho hablando de desgracias y catástrofes. ¿Es que no saben los conductores que cuando el público no escucha más que horrores corren el riesgo de que ya nadie quiera verlos, y menos aún escucharlos? Efecto boomerang llama la ciencia de la comunicación a lo que sucede cuando una noticia que quería sólo alertar acaba aterrorizando a los mismos que quería prevenir. En términos generales ocurre, por dar un ejemplo, lo que con aquel fumador empedernido que dijo un día en confianza a su mujer: «Desde que vi en la televisión que fumar hace tanto mal…, bien, he dejado de ver la televisión». Sí los medios se han vuelto especialistas en el horrendo arte de aterrorizar a los demás. Yo espero, por su bien, por su futuro, que hablen igualmente y con el mismo entusiasmo de las cosas buenas de la vida: esas que nos hacen confiar y sonreír. Hemos sido testigos de tantos escándalos, de tantas calamidades que no me extraña que haya mucha gente a punto de volverse loca. Pero volvamos a nuestro punto de partida.
¡Cuántos hombres y mujeres quieren estar seguros de lo que valen! ¡Cuántos languidecen por no encontrar a nadie que los haga apreciarse a sí mismos!
«No soy cristiana, dice usted –responde Léon Bloy a su ahijada Raïsa Maritain en una carta expedida el 25 de agosto de 1905-. Pero no sólo es usted cristiana, Raïsa, es una ferviente cristiana, una hija amadísima del Padre, una esposa de Cristo al pie de la cruz, una servidora amorosa de la Madre de Dios en su antecámara de Reina del mundo… Sólo que usted no lo sabe, o más bien no lo sabía, y para que lo sepa me ha sido usted enviada… La importancia, la dignidad de las almas es inexpresable, y las almas de ustedes, Jacques y Raïsa, son tan preciosas que fue necesaria la Encarnación y el suplicio de Dios para rescatarlas, lo mismo que la mía». ¡Qué excelente noticia! Pero antes de hacértela saber, es necesario que sepas que te aprecio.
Yo, cristiano, no puedo darte la noticia de que eres importante para Dios, si antes no te hago sentir que eres importante para mí; antes de hablarte del cielo que Dios te tiene preparado y prometido, debo aprender a hacerte sentir bien en esta tierra. Si no me acerco nunca a ti con una buena noticia en los labios, no me creerás cuando quiera hablarte de la Buena Noticia. Desconfiarías, creerías que se trata de una trampa. Y, contra mí, tendrías razón. Nada más que hacer. Humanamente es así.
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