Freddie es un personaje que atraviesa por el mundo novelístico de Julien Green como atravesaría un transeúnte una calle cuyo semáforo está a punto de cambiar a rojo. Cuando lo ve, uno se da cuenta enseguida que su papel en la obra será más bien secundario: nada delata su importancia, nada deja entrever los rasgos de alguna grandeza escondida. A decir verdad, su semblante es muy parecido al de esos seres con los que nos encontramos en una estación del Metro, o en un autobús, y que pronto olvidamos, pues no ocupan el espacio de nuestra pupila sino por muy breve tiempo.
Aparece (tal vez sería mejor decir desaparece) en cada hombre en su noche, y la sola misión de su vida parece reducirse a despachar camisas de seda a señores ricos y elegantes. Es temeroso, tímido, apocado. Julien Green nos lo describe así: «Era de una fealdad bastante repelente, una cabeza excesivamente grande sobre un cuerpo mezquino, y unos ojos de enfermo que tenían un brillo maligno entre los rosados párpados». ¡Qué tristeza sentía Freddie de ser él! Querría ser otro; querría ser Wilfred, el protagonista de la historia, quien en alguna ocasión llegó incluso a hablarle confidencialmente de lo que él llamaba «sus aventuras».
Una tarde, al salir del trabajo, Freddie decidió que tenía que ser valiente (es decir, como Wilfred) y atreverse a hacer lo que nunca antes había hecho: recorrer avenidas solitarias, lanzar guiños provocadores a gente oculta en las sombras y seguir el taconeo de unos pasos que se perderían después en la niebla de la madrugada.
Una vez que hubo hecho cuanto había que hacer para parecerse a su amigo, refirió a éste los pormenores de su correría nocturna. Para su sorpresa (o su decepción), Wilfred no sólo no lo aplaudió, sino que se puso a hablarle de los peligros que se ciernen sobre las almas devastadas por la lujuria. «¿Has pensado en las enfermedades?», le preguntó con rostro severo. No, Freddie no había pensado en ellas. Desde entonces, el miedo a contraer la sífilis se convirtió para él en una obsesión. ¿Y si se había contagiado? No quería ni pensarlo. La cabeza le daba vueltas; el solo nombre de la enfermedad lo hacía palidecer. No hallaba paz por ningún lado. «¿Crees que tendré algo?», preguntaba a su amigo con los ojos desencajados. «¡Por centésima vez, no!», respondía Wilfred, exasperado por aquella insistencia un tanto amanerada y femenina. «No tengas miedo. Hay mil probabilidades contra una de que no tengas nada».
Para contrarrestar los efectos de la inseguridad que había depositado en lo más profundo del alma de aquel ser pusilánime, Wilfred le recomendó ir al hospital más cercano a hacerse unos análisis: nada perdería con ello y hasta podría ganar tiempo en el caso de que… Además, él mismo lo acompañaría. Freddie se rehusaba, denegaba con la cabeza, aunque finalmente aceptó.
El lunes siguiente los dos amigos se hicieron sacar un poco de sangre en un hospital cercano al almacén en el que trabajaban, y recibieron a cambio de la muestra un papel verde con el que tendrían que recoger los resultados al cabo de tres días, es decir, el jueves siguiente. Mediante este gesto de supuesta camaradería, Wilfred intentaba perdonarse a sí mismo por haber tocado un tema que nunca debió tocar.
Aquella noche, sin embargo, éste recibió en su casa una extraña llamada telefónica. Extraña en cuanto a que era realmente inesperada. Bien, se trataba del señor Shonhoels, jefe del departamento de cuellos, corbatas y camisas, para avisarle que su amigo Freddie se hallaba hospitalizado desde hacía algunas horas en un estado de salud realmente grave.
«-No me sentía capaz de soportar los tres días de espera. Entonces tomé algo. No quería matarme; quería sólo suprimir los tres días –decía Freddie, ya agonizando–. Pensaba únicamente dormir tres días».
Pocos minutos después de aquella confesión murió.
Sólo por curiosidad se presentó Wilfred el jueves siguiente a recoger aquellos resultados tan temidos. «Negativo –sonrió el médico–. Su amigo puede estar completamente tranquilo». ¡Sí que estaba completamente tranquilo, pero en la tumba!
«Si hubieses podido esperar –dijo Wilfred en voz baja al salir del hospital–, ahora estarías aquí. Pero no tuviste valor. ¡Si hubiera esperado un poco!»…
Aun cuando nuestra conciencia nos reproche por haber hecho lo peor; aun cuando pareciera que no hay ninguna salida o puerta abierta; aun, en fin, cuando todos los indicios parezcan corroborar nuestras más negras sospechas, estamos obligados a esperar. La esperanza, desde que existe la muerte y el miedo a ella, más que una virtud es un mandamiento. ¡Espera! ¡Espera a mañana!
Cuenta Elftraud von Kalckreuth, autora de una bellísima meditación acerca del libro de Tobías, que una vez, al atravesar por un periodo crítico, pensó quitarse la vida, y que uno de sus amigos, mientras hablaba con ella acerca de su propósito, le dijo: «Podrías esperar a mañana. Esperarás a mañana, ¿verdad?». Ella pensó: «Continuar viviendo hasta mañana. ¿Por qué no? ¿Por qué morirme hoy y no mañana?», y respondió que sí. Aquel diálogo le había salvado la vida, pues al otro día, a la misma hora, nuestra autora ya no quería morirse. Y concluye: «Abrir márgenes de tiempo, dar espacio: quizá esta sea una de las tareas más importantes de un compañero de viaje cuando alguien desea la muerte».
«Ya en la avenida, Wilfred esperó el autobús en el lugar en que, unos días antes, se había despedido de Freddie. Freddie había muerto por nada, por nada absolutamente. Esto era lo que decía la hoja verde»…
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