Las opiniones de la gente no siempre se basan en la verdad. Tomar decisiones a partir de la opinión de los demás puede ser mala idea.
Supongamos, aunque sólo sea por un momento, que en la calle donde usted vive tuvo lugar, ayer por la noche, un sangriento homicidio (cosa que, por lo demás, tal y como están las cosas en México no sería nada extraño).
Ahora bien, resulta que el único que vio al asesino sacar el arma de entre sus ropas, oprimir el gatillo tres veces consecutivas y echar a correr por un callejón oscuro, fue un joven llamado P. Nadie fuera de él vio ni oyó nada.
En el momento de hacer las declaraciones correspondientes ante la policía, el muchacho aseguró que el asesino era un ropavejero que pasaba todos los días por ahí solicitando cacharros inservibles y que en esto no podía equivocarse, ya que su rostro era inconfundible. Ahora bien, si cien mil personas aseguraran, contra el testimonio del joven, que el asesino no fue el ropavejero, sino una persona que responde al nombre de M, ¿a quién daría usted la razón en caso de ser el juez?
He aquí un ejemplo de cómo la verdad no es nunca democrática ni tampoco la suma de unas vagas opiniones desinformadas. Así sean cien mil o un millón los que vociferen, si nada saben, no podrán nunca tener razón contra este muchacho solitario que lo único que deseaba era llegar a su casa para tomarse un café y quitarse los zapatos.
Uno de los más graves errores de nuestra época no es solamente haber sustituido la verdad por las opiniones y la metafísica por los sondeos, sino en hacer que estas opiniones (que a menudo no son más que vaporosos impulsos de la emoción) gobiernen el mundo y sus vastas inmediaciones.
En los talk shows, esos programas de los que ningún canal de televisión parece poder prescindir hoy, todos se sienten con el deber de opinar, de decir, de inducir. “¿Qué opina usted?” es la versión moderna de aquella otra pregunta que tanto angustió a un procurador romano el Viernes de Pasión: “Quid est veritas?”: “¿Qué es la verdad?”.
Le preguntaron una vez a un ciudadano de a pie en uno de esos programas de bromas y cámaras escondidas que tanto abundan en la actualidad:
–Perdone, ¿ya se hizo usted el Papanicolau?
El señor se quedó pensativo como tratando de recordar algo; por último, respondió:
–No, todavía no me lo hago, ciertamente, pero si no me lo hago esta semana, me lo haré la que viene.
No sabía el pobre ni lo que se le estaban preguntando; así y todo, consideró que era un deber casi cívico no quedarse callado.
En cierta ocasión, John Steinbeck (1902-1968), el famoso escritor, premiado con el Nobel de Literatura en 1962, decidió recorrer Norteamérica en compañía de su perro por el puro gusto de conocer su país. Pues bien, en un punto del trayecto un granjero le hizo esta pregunta embarazosa: “¿De qué vale una opinión si uno no sabe?”. Este hombre, con toda su simplicidad, había hecho la pregunta de los sesenta y cuatro mil.
Una tarde, buscando algo que ver, caí en un canal televisivo que transmitía un debate acerca del sida y sus prevenciones. Cuando llegaron al momento de referirse a la transmisión sexual, el conductor del programa hizo a los invitados la siguiente pregunta:
-En resumen, ¿qué es lo que hay que hacer, señores y señoras, para no contagiarse?
Uno de los invitados, que era médico, se atrevió a responder diciendo que el método más eficaz seguía siendo hasta ahora la abstención de relaciones sexuales fuera del matrimonio, pues hasta el uso del condón, con mucha frecuencia, resultaba peligroso. No lo hubiera dicho. Abucheo general por parte de los espectadores. Unos lo tacharon de inhumano, otros de retrógrado, otros le preguntaron si no sería por casualidad el sacristán de su parroquia. Una señora del público se levantó indignada para decir que a ese tipo de personas no había que invitarlas a debates tan serios. Todos contra uno. Uno que, sin embargo, había respondido siguiendo los dictados de su experiencia profesional.
Cuenta Pitigrilli (1893-1975) en su Dizionario antiballistico cómo llegó a la conclusión de que no había que dar demasiado crédito a esas opiniones que los demás sueltan casi siempre al desgaire:
“Para liberarme de las opiniones ajenas –escribió– hice una vez el siguiente experimento: salí a la calle y pedí a gentes de distinta clase social que me indicaran dónde quedaba la Vía Ortelius. Un hombre me dijo: ‘Es la segunda a la derecha’. Otro más: ‘Es la tercera a la izquierda’. Un estudiante: ‘Es la cuarta perpendicular a ésta’. Un cargador: ‘Siga adelante y se topará con ella’. Un señor me dijo que se encontraba en la parte opuesta de la ciudad y hasta se ofreció a ir conmigo a buscarla. Me dijo otro, consultando la guía de la ciudad: ‘Esa calle no existe’. De los diez que me contestaron en tono de absoluta seguridad, nueve se equivocaron y el décimo debió ser un forastero. Entonces me dije: ‘Si sobre un dato de hecho en el que no cabe relatividad de juicio las opiniones son tan equívocas, ¿qué valor debo conceder a sus juicios, a sus pareceres, a sus apreciaciones?’ Cuando estoy a punto de dejarme influir por las opiniones de alguien, me digo a mí mismo: ‘¡Cuidado, acuérdate de la Vía Ortelius!’”.
Desde que leí esta anécdota, cada vez que veo a hombres que vociferan y echan espumarajos por la boca diciendo esto y lo otro, también yo hago todo lo posible por no olvidarme de la Vía Ortelius. (Vía que, en mi estancia en Roma, nunca jamás recorrí porque no pude dar con ella. ¡Nadie sabía dónde estaba!).
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