Conocí una vez a cierta dama aquejada de una enfermedad terrible y peligrosa: padecía de exceso de memoria.
Todo lo recordaba la pobre mujer con una precisión atroz, y nada, por pasado que fuese o por lejano que estuviese, podía escapar de ese laberíntico sistema de mallas que había construido en su cabeza a base de ir acumulando pacientemente un recuerdo tras otro. Su memoria era como una de esas redes para atrapar mariposas con que solían jugar los niños de mi edad en el tiempo de la primavera. «Hace cinco años mi esposo dijo de mí que yo era esto y lo otro. ¿Y sabe usted lo que eso significa? Muy sencillo: que ya ha dejado de quererme».
Reuniendo palabras acaso dichas al desgaire, ella elaboraba una teoría de sí misma que ninguna otra palabra dicha después podía corregir, suprimir o atemperar. «¿Cree usted que cinco años, o incluso diez, son suficientes para olvidar? ¡Pero por quién me toma usted, estimado señor!».
«Van ya cuarenta y tres veces desde que nos casamos que mi marido llega a casa después de la medianoche –me seguía diciendo–. Cuarenta y tres: se las he contado todas. Y, por lo demás, ya se imaginará usted el estado en que hacía su aparición en el marco de la puerta: con la corbata echada hacia atrás y un tufo alcohólico que provocaba en mi estómago una revolución».
Asimismo, recordaba las veces que su hija, al salir de casa, se había olvidado de pedirle permiso (108 desde que aprendió a caminar); las veces que el hijo menor había fumado a escondidas en su dormitorio (44); las veces que su cuñada había conspirado contra ella llamándola «enferma» (12 desde el día de su boda) y otras muchas otras cosas de las que, según ella, no quería hablarme por ser más o menos inconfesables.
«Nadie como ella recordaba tantos escándalos y miserias. Su memoria nada descuidaba; de los cientos de particulares fútiles espigados cada día a derecha e izquierda, todo le parecía precioso, todo le podía servir». He aquí la descripción que Julien Green (1900-1998) hace de la señora Londe en su novela Leviatán. Todo le podía servir…, para luego echarlo en cara. ¡Ah, cuánto se parece la señora Londe a mi triste amiga!
Como ya hemos hecho ver en otra ocasión, sin memoria no habría progreso, pues es ésta la que permite ir acumulando saberes y experiencias gracias a los cuales ya no será necesario partir de cero cada vez que necesitemos hacer o aprender algo. Si hoy hablamos y escribimos con cierta soltura es sólo porque ayer balbuceábamos frases y dibujábamos garabatos: frases y garabatos que la memoria, después, se encargó de corregir y perfeccionar convirtiéndola (así lo espero) en una elegante escritura.
Ahora bien, si la falta de memoria crea seres infantilizados (es decir, sin experiencia y sin pasado), el exceso de ella crea justamente lo contrario, es decir, seres avejentados. Difícilmente un hombre aquejado de hipermnesia, o sea, de memoria excesiva, podrá descubrir los matices que hacen distinto un día de otro, un ser de otro, o un instante del que ya pasó. Para él nada nuevo hay bajo el sol: todo le parece igual, repetitivo, viejo. Todo lo ha visto ya, o por lo menos así lo dice. Puesto que le es imposible olvidar nada, su atención se entretiene con los mismos pensamientos de siempre: les da vueltas, los mira desde diversos ángulos, los disecciona, y, por supuesto, se obsesiona.
Su memoria es tan potente, que si padeció ayer un mareo en la calle, hoy lo volverá a sentir, y no porque esté enfermo (acaso lo que sufrió fue un inofensivo descenso en los niveles de glucosa causado por su excesivo estrés), sino porque su memoria prodigiosa es capaz de revivir el pasado de tal manera que puede hacerlo parecer presente. El hipermnésico no vive, re-vive: vive de lo que vivió.
«No, mamá no olvida nunca nada. Mamá es terrible», dice la pequeña Osmonde en Un Homme de Dieu, el drama de Gabriel Marcel (1889-1973). Un ser que no olvida nunca nada es terrible, y vivir con él o cerca de él puede ser casi lo mismo que estar en el infierno.
Por lo tanto, lo que yo aconsejaría a un hijo de esta raza para hacer la vida más llevadera a quienes viven en sus cercanías físicas o afectivas, son cuatro cosas que si bien son muy sencillas podrían darle a la larga resultados sorprendentes:
- Dedíquese a pensar cosas mejores, evitando caer en la tentación de sentirse el centro del mundo o de los cuchicheos ajenos: los otros tienen cosas más importantes que estar hablando constantemente de usted.
- Aprenda a callar; es decir, sepa reprimirse a la hora de lanzar una invectiva o un reproche; si es necesario, muérdase la lengua, pero manténgase en silencio.
- Niéguese rotundamente a traer a colación cosas ya pasadas y perdonadas; si ya habló del asunto en días anteriores y llegó a un acuerdo con su ofensor, por favor, se lo suplico, no lo saque ya a relucir nunca jamás.
- Tómese en serio, como si de un mandamiento se tratara, este consejo que Jean Guitton (1901-1999) dio una vez a un amigo suyo en una de sus bellísimas Lettres ouvertes: «Sobre todo por la mañana, cuando te despiertes, maravíllate como si el sol estuviese surgiendo por primera vez, como si fuese la primera vez que sales del lecho para vivir. Imagina que cuanto ahora estás viendo ayer no existía, como si estuvieses asistiendo al nacimiento del sol, al principio del mundo».
«Quizá la amnesia sea la única forma estable de felicidad», dice un personaje de La tempestad, la novela de Juan Manuel de Prada. Por supuesto, no hay que exagerar. Pero un poco de olvido no nos vendría nada mal.
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