Debemos ser precavidos referente a los vanos amores, rumores y temores para alcanzar una verdadera paz en nuestras vidas.
La brevedad es siempre persuasiva. De un discurso de media hora, ¿qué recordamos después sino sólo unas cuantas palabras? Y, por lo demás, ¿quién es el héroe que pueda reconstruir todos y cada uno de los diálogos que en el transcurso de su vida sostuvo con el padre muerto o con el amigo ausente?
Un hombre de mediana edad que se jactaba de ser hijo de uno que hablaba al estilo de Sancho Panza, es decir, a base de dichos y refranes, se dio un día a la tarea de recoger en una liberta de pastas color marrón todas las agudezas, aforismos y anécdotas de su ingenioso progenitor. El primer día llenó la primera hoja, el segundo día la segunda hoja, pero ya no hubo ni tercer día ni tercera hoja porque el repertorio que prometía ser infinito se le había agotado.
-Mi memoria vacila -decía el pobre mientras se sentaba en una de las orillas de la depresión para contemplar desde ahí la infinitud del horizonte. Lo comprendo, lo comprendo: vivir es olvidar.
Sí, lo repito: vivir es olvidar. Y esto lo saben tan bien los publicistas que han optado, desde el principio, por ser breves. Uno de ellos, el francés Jacques Séguela, solía recomendar a los aprendices del oficio la lectura del Decálogo.
«–Releed las Tablas de la Ley, es decir, el Decálogo –decía a los aprendices del oficio–. Toda la fuerza de la religión está en esos diez renglones. Dios tiene el don de la concisión, que debe ser la primera de nuestras virtudes».
En efecto, ¿para qué tantas palabras que luego se perderán? Mejor unas cuantas, unas pocas, pero tan concisas e incisivas que se queden grabadas para siempre.
La frase breve sabe incrustarse en la memoria y ejercer desde allí su influencia a través del tiempo. Los antiguos catequistas sabían de esto mucho más de lo que tienden a pensar los nuevos, pues al hacer que los niños se aprendieran de memoria los mandamientos, ¿qué hacían sino poner buena semilla justo allí donde los sembradores de cizaña llegarían más tarde a hacer lo suyo? Pero, así, cuando éstos llegaban, de alguna manera era ya demasiado tarde.
Una frase breve que todavía recuerdo, a pesar de haberla escuchado hace ya muchos años, es ésta que pronunció una vez don Arturo Antonio Szymanski, por entonces arzobispo de San Luis Potosí, a propósito del buen uso de las vacaciones; como los seminaristas nos disponíamos a irnos a nuestras casas a pasar la Navidad, había ido al Seminario a despedirnos y darnos sus felicitaciones.
–Tres cosas quitan la paz del alma, recuérdenlo bien –nos dijo aquella vez en un tono al mismo tiempo grave y benévolo–: los vanos amores, los vanos rumores y los vanos temores. Si se defienden de estos tres enemigos, casi se podría decir que están salvados.
Así como los monjes rumian versículos de la Escritura a toda hora del día o de la noche, así me he visto yo innumerables veces en la necesidad de repetirme a mí mismo esta frase escuchada únicamente una vez.
Los vanos amores son aquellos que no se viven más que en la culpa; no liberan, sino que angustian; no salen a la luz, sino que se agazapan en las tinieblas. Cuando un hombre o una mujer han entregado ya su vida a alguien (sea a Dios o a otro ser humano), ya no se pertenecen a sí mismos, y mal harían si anduviesen buscando comprobar si aún les queda aunque sea un poco de ese sex appeal que creían tener cuando eran jóvenes o cuando todavía no empeñaban su palabra pronunciando estas palabras comprometedoras: Para siempre. ¡Cuánta angustia por amar lo que ya no se debe!, ¡cuánto sufrimiento por querer entregar un corazón que ya no es nuestro! Los vanos amores nos hacen bajar la cabeza y buscar la oscuridad: quitan la paz.
Los vanos rumores. El individuo que hace demasiado caso al se dice vive siempre inseguro; padece eso que algunos psicólogos, con razón, han llamado dependencia de la mirada ajena. «¿Qué es lo que andan diciendo por ahí de mí?, ¿con qué palabras se refieren los demás a mi persona?». Haciéndose este tipo de preguntas ocupa toda su vida y toda su energía. Es tonto, porque no está en su mano que los otros hablen o no, y, por lo demás, siempre habrá quien diga, critique y desapruebe. El que toma demasiado en serio los vanos rumores haría bien en recordar que hasta del Señor Jesús dijeron sus enemigos que era un glotón y un bebedor de vino. A un amigo mío sacerdote le pasó una vez un amigo suyo la noticia de que su obispo pensaba cambiarlo de parroquia porque alguien lo había acusado de quién sabe qué cosa en las altas instancias de la curia diocesana. El pobre no dormía ni comía, y no por lo del cambio de parroquia, cosa que en realidad le preocupaba poco, sin por su fama mancillada. «¡Dios mío! –suspiraba–, ¿qué va a ser de mí? ¿De veras creerá el obispo todo eso que le han dicho?». Literalmente, se moría. Cuando finalmente decidió agarrar el toro por los cuernos y fue a ver al obispo para que le explicara lo que éste tenía contra él, el obispo se le quedó mirando sumamente extrañado. ¿De qué estaba hablando? El obispo no sabía nada de nada, y mi amigo quiso morirse por segunda vez.
Los vanos temores son hijos de la desconfianza. «¿Qué me va a pasar?, ¿cómo tomarán los demás este pequeño gesto que no he hecho maliciosamente?, ¿me creará enemistades, echará por tierra toda una vida de méritos?, ¿cómo será mi futuro: perderé el trabajo o me volveré loco?». Todo le da miedo, porque, según él, todo puede sucederle. El futuro, para él, está lleno de trampas en las que, si se descuida, acabará por caer; por lo tanto, vive instalado en el desasosiego y en la intranquilidad, dos vicios del alma que acaban agostando, tarde o temprano, el goce de vivir.
Vanos amores, vanos rumores, vanos temores: he aquí los nombres de los tres enemigos de nuestra asediada paz. Recordémoslos para estar alertas.
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