Es difícil y casi imposible poder describir físicamente a Cristo pues lo poco que se sabe de su aspecto es lo que está escrito dentro del Evangelio.
¿Qué es lo que podemos saber acerca de la figura humana del Señor? ¿Era alto o bajo, rubio o moreno? Ningún evangelista se tomó el trabajo de decírnoslo. “Jamás hemos visto su rostro ni escuchado su voz. En realidad, no sabemos cuál era el aspecto de aquel hombre llamado Jesús”: así comienza la Vida de Cristo escrita por Shusaku Endo (1923-1996), el novelista católico más leído del Japón.
De otros hombres bíblicos, como David, Absalón y Saúl, por ejemplo, sabemos que eran altos, rubios y de buena presencia. Pero de Cristo, al menos por lo que a esto toca, no sabemos absolutamente nada.
Pocas veces hablan los evangelios del rostro de Jesús, y cuando lo hacen es sólo para decirnos que, antes de ir a Jerusalén, “endureció su rostro” (Lucas 9,51); que en una aldea de Samaria no fue bien recibido “porque su rostro se dirigía a Jerusalén” (Lucas 9,53); que, en la noche de Getsemaní, “cayó rostro en tierra” (Mateo 26,39); que, durante el juicio, en el Pretorio, horas antes de su pasión, los soldados que se burlaban de él “le taparon el rostro” (Marcos 14,65) y “le escupían en la cara” (Mateo 26,67); que durante la Transfiguración en el Tabor, “mientras oraba, cambió el aspecto de su rostro” (Lucas 9,29) y que su cara, entonces, “brilló como el sol” (Mateo 17,2). Pero nada nos dicen acerca de su belleza o de su fealdad.
Para los primeros cristianos, pintar a las personas santas era un acto de irreverencia extrema: tal es el motivo por el que no poseamos un retrato ni siquiera aproximado del rostro de Jesús. San Clemente de Alejandría, en el siglo II, fue categórico: para evocar al Señor era suficiente con dibujar una paloma, un pez, una nave, un ancla o un zarcillo de vid, pues los retratos, si bien podían dar cuenta de su humanidad, nada sabían decir de su divinidad. Pintar a Cristo era, pues, robarle una de sus dos naturalezas, o lo que es lo mismo, incurrir en el pecado de herejía (véase su obra El pedagogo).
Será hasta más tarde –a principios del siglo III– que ciertos escritores eclesiásticos empezarán a aventurar hipótesis acerca del aspecto físico del Señor. Y aquí los pareceres tomaron dos caminos.
Para unos, Cristo debió haber sido humanamente feo. ¿En qué se basaban para afirmarlo? En un versículo del profeta Isaías que dice así, refiriéndose al Mesías: “No tenía gracia ni belleza; le vimos y no tenía un aspecto que pudiéramos estimar” (Isaías 53,2). Orígenes, el teólogo más prolífico de la antigüedad cristiana, era del mismo parecer y dijo en uno de sus tratados que “Jesús era pequeño, poco atrayente, parecido a uno cualquiera”. Según San Efrén el Sirio, Jesús no mediría más de tres codos (poco menos de 1,50 metros). Y en tiempos mucho más recientes, François Mauriac hizo la siguiente observación (bastante aguda, por lo demás) para demostrar que, en lo que a belleza física se refiere, Jesús no aventajó en nada a ninguno de sus contemporáneos: “Al entregarlo, Judas no dirá a los soldados que lo aprehenderían: ‘Lo reconoceréis por su estatura. Aquel que es más alto que vosotros, cuya majestad salta a los ojos, a ese debéis arrestar’. Tampoco dirá: ‘Os será fácil distinguir al Maestro de los demás’. No: será necesario señalarlo con un beso” (Le fils de l’homme).
Otro grupo de escritores creía, por el contrario, que Jesús debió ser físicamente hermoso. Se basaban en otro texto de la Escritura que dice así: “Eres el más bello de los hombres; en tus labios se derrama la gracia” (Salmo 45,5). Una carta descubierta en el Medioevo y atribuida al procónsul romano Cneo Cornelio Léntulo, contemporáneo de Jesús, describía su aspecto físico de esta manera: “Alta estatura, bien proporcionado, cabellos del color de las nueces maduras de Sorrento… Frente lisa y serena, rostro sin arrugas ni manchas, nariz y boca perfectas…Ojos azules, vivaces, brillantes. Brazos y manos graciosos a la vista”. Para Fiódor Dostoievski (1821-1881), el gran escritor ruso, Cristo fue no sólo bello, sino bellísimo: “Nadie en la tierra ha sido más hermoso que él”.
En un libro reciente, un filósofo español se propuso demostrar que Cristo era bello, y que fue gracias a su singular hermosura que pronto se conquistó la simpatía de sus discípulos:
“Con solo sus milagros, por muy grandes que fueran –escribe en un párrafo polémico–, un Jesús feo no hubiera tenido apenas poder de entusiasta atracción, de adhesión apasionada hacia su persona, hacia su doctrina, que se extenderá prodigiosamente por todo el mundo debido a unos corazones enamorados de él” (Enrique González Fernández, La belleza de Cristo).
En realidad, no sabemos cómo fue Jesucristo. ¿Por qué los evangelistas no nos lo dijeron? Para justificar este silencio suele argumentarse que si bien los griegos eran el pueblo de la vista y el ojo –de la estética, en una palabra–, los judíos eran, por el contrario, el pueblo de la escucha y el oído –de la ética–, y que por eso no debe uno esperar en los libros de estas últimas descripciones físicas detalladas de nadie. Sí, y sin embargo –como hemos recordado más arriba–, las Escrituras no callan la hermosura de algunos hombres del Antiguo Testamento. ¿Qué hay detrás, pues, de este silencio deliberado de los evangelistas respecto al aspecto físico del Señor? ¿Estarán diciéndonos que después de todo no hay que dar demasiada importancia a la belleza o a la fealdad de un rostro, ni a la largura o cortedad de un cuerpo?, ¿que no se puede juzgar la importancia de un hombre sólo por los rasgos de su cara, sino que hay que ver más bien su belleza interior o la de sus obras? Silencio. Nunca lo sabremos. Y aunque creo firmemente que esta omisión ha sido debida más a la voluntad que al descuido de los evangelistas, cada uno es libre de sacar la conclusión que su piedad prefiera.
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