A través de nuestros ojos podemos adquirir el arte de mirar amorosamente la realidad, eso indiscutiblemente nos acercará a Dios.
Durante mucho tiempo el ojo humano fue un órgano que interesó únicamente a los médicos: para decirlo ya, era un objeto que preocupaba más a la anatomía que a la filosofía o a la teología. Pero hoy las cosas han evolucionado tanto que la mirada se ha convertido –como diría Camus al hablar del suicidio– en un problema filosófico verdaderamente serio.
¡Cuántas cosas se han escrito últimamente acerca de la mirada! Cuando alguien me mira, busca reducirme a cosa, trata de esclavizarme, de someterme a él; «entonces el hechizo cesa, el otro se convierte en un medio entre los medios, y se vuelve objeto para el otro», escribió Jean Paul Sartre (1905-1980) en El ser y la nada. Mirar, para él, era sinónimo de cosificar, objetivar y reducir. Que esto es verdad en algunas ocasiones, ni quién lo dude. De lo que hay que lamentarse es que el filósofo francés sólo haya sido capaz de ver una de las posibilidades del ojo: la más perversa.
Que existe una especie de lascivia óptica, de gula visual, Jesús ya lo sabía, y por eso enseñó a sus discípulos a oponerse a ella, diciéndoles en tono severo: «Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pero yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio en su corazón». (Mateo 5,27). La mirada humana no es nunca inofensiva: engrandece o reduce, reconoce o desprecia.
«Es triste pensar que a menudo vemos la vida como la ve el demonio, con una lucidez atroz –escribió Julien Green en su Diario (anotación del 10 de febrero de 1959) –. El demonio ve con claridad, pero ve sin amor. Ve sólo una parte de la verdad, la más fea. Cuanto hay de radiante o de santo, él no lo ve, o lo oculta, o lo odia. Nos hace ver a aquel hombre y nos dice: “¡Míralo! Mira cómo se atraganta cuando come. ¿No parece una bestia? Es de una glotonería atroz; se cree bueno, pero está lleno de pensamientos impuros. Para hacer una prueba, escucha cómo habla de los escándalos más recientes. Es hipócrita y egoísta”. Y quizá todo eso sea verdad, pero hay otras cosas además de éstas que nos negamos a ver, que veríamos si estuviéramos más atentos».
Cuando en el otro no vemos más que un cuerpo o sólo unos miembros excitantes; cuando pasamos por alto su valor sagrado para no ver en él más que su miseria, lo estamos viendo como lo ve el demonio. La mirada demoníaca reduce, empobrece y achica: ve sólo lo una parte de la verdad, la más fea.
En una de sus cartas, don Juan Valera (1824-1905), el famoso escritor español, cuenta sabrosamente la siguiente leyenda:
Una vez, los diablos fabricaron un espejo que ocultaba lo hermoso y mostraba lo feo; es más, que hasta transformaba en feo lo que era hermoso. Decididos a mostrarle a Dios dicho espejo para que viera lo mal que le había salido el mundo, lo cargaron entre todos y subieron al cielo. «Pero mientras más suben escribe –escribe don Juan–, más pesa el espejo, y aunque ellos hacen esfuerzos extraordinarios por sostenerle, se les escapa, al cabo, de entre las uñas, y cae con tal violencia sobre la tierra, que se convierte en polvo. Y, desde entonces, cuando un átomo de este polvo cae en los ojos de cualquier persona, le da la lastimosa facultad de verlo todo feo».
Es curioso, pero la unanimidad a este respecto no deja lugar a dudas: el ver lo feo, lo deforme y defectuoso es siempre lo propio del demonio, mientras que ver lo hermoso y lo bueno es lo peculiar de la mirada de Dios. «¡Y vio Dios que era bello!»: tal es la expresión jubilosa que el libro del Génesis repite incansablemente mientras duran las obras de la creación: es como el estribillo de una melodía divina.
Dios sabe ver lo bueno, ve siempre lo bueno. Y en este sentido es que hay que decir que el hombre de Dios –el hombre de fe- es aquel que ha aprendido de Él a ver lo bueno y lo hermoso de todo lo que lo rodea. Así nos lo asegura Anselm Grün, el famosísimo monje benedictino alemán, en uno de sus imprescindibles libros:
«La fe es una forma muy precisa de ver la realidad. El término alemán fe (Glauben) se remonta a la raíz del antiguo alto alemán liob, que significa bueno. Tener fe significa, entonces: ver bien, ver lo bueno… A primera vista, la fe no parece tener relación con Dios. Se trata mucho más de ver lo bueno en el hombre, de observar lo bueno en el mundo y de mirar con buena mirada lo que se nos ofrece. Tener fe significa observar las cosas conscientemente con buen ojo, descubrir lo bueno en todo. Ahora bien, si Dios es la razón primitiva de lo bueno, entonces sólo puedo ver lo bueno si creo que Dios está en todo».
Desde esta perspectiva, tener fe no es únicamente recitar un credo, decir largas plegarias o participar con otros en determinadas celebraciones litúrgicas, sino que es también, y sobre todo, aprender el arte de mirar amorosamente la realidad.
Mediante nuestra mirada nos asemejamos al diablo o a Dios. Al diablo si sólo vemos lo negro y negativo; a Dios si sabemos captar lo bueno que esconde cada ser, cada acontecimiento y cada situación, porque entonces estaremos viendo todo como Él lo ve.
Hay quienes viven siempre quejándose, y sienten un gusto casi enfermizo cuando logran dar por fin con el pelo en la sopa: esos nunca podrán ver como Jesús, que supo ver en una mujer de mal vivir, en una prostituta, la santa que dormía en su interior. De esta mujer, despreciada por todos, dijo el Señor: «Se le perdonan sus muchos pecados, porque ha amado mucho» (Lucas 7, 47).
«¡Y vio Dios que era bello!». La plena armonía con Dios sólo tendrá lugar cuando podamos exclamar algo semejante, cuando también a nosotros todo nos parezca hermoso y bueno. Como a Él.
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