Dios gracias, tenemos memoria, y la memoria nos permite convertir el pasado en experiencia y lo vivido en enseñanza.
Imagine usted, lector, lo que sería de nosotros, pobres mortales, si todos los días tuviéramos que aprender a hablar, a caminar o a conducir. Piense, por ejemplo, en el caso de un chofer diestro y experimentado que de la noche a la mañana se viera en la terrible situación de no saber qué hacer con la palanca de velocidades. Pero, ¿podría llegar alguien a ser un chofer realmente diestro y experimentado si todas las mañanas tuviera que aprender a coordinar el movimiento de sus pies para evitar las violentas sacudidas del automóvil?
Piense también en el caso de una mujer de cierta edad que no supiera decir más que «coca cola, mamá», «coca cola, mamá». ¿No sospecharía usted que se trata de una mujer aquejada de ciertos problemas psicológicos, o incluso de un preocupante déficit mental? Pues bien, eso más o menos pasaría con nosotros si a cada momento –es decir, cada día– tuviésemos que aprender a hablar. No existiría arte, ni literatura y nuestras conversaciones serían como conciertos de recién nacidos.
Pero, a Dios gracias, tenemos memoria, y la memoria nos permite convertir el pasado en experiencia y lo vivido en enseñanza. Si no fuera por ella seríamos eternos niños incapaces de progreso, aprendizaje y crecimiento. ¿Qué es progresar si no perfeccionar lo que se sabía y aumentar lo que se tenía? Pero sin memoria no habría nada que superar y nos veríamos forzados a comenzar todo de nuevo en cada ocasión. Suele decirse –creo que quien lo dijo por primera vez fue Bernardo de Chartres, un sabio medieval– que un enano ve mejor si se encarama en los hombros de un gigante, y es verdad. Pero si no hubiera memoria, es decir, gigante, ¿en los hombros de quién se treparía el enano?
Cuando el instructor ve que su alumno pone en movimiento el vehículo sin sacudirlo, lo felicita: sabe que los pies también tienen memoria (existe la llamada memoria corporal) y que a partir de ese momento, por así decirlo, sus piernas recordarán oportunamente cada uno de los movimientos que deben ejecutar para hacer que el auto avance correctamente y sin demasiadas sacudidas. Cuando el niño va ampliando su repertorio de palabras, la madre lanza grititos de satisfacción porque advierte que su nene pronto aprenderá a hablar y que, si siguen así las cosas, cada vez lo hará con más fluidez. La memoria es como un archivo en el que guardamos lo ya sabido para lanzarnos a conquistar lo que nos falta saber. En otras palabras, el progreso existe porque existe la memoria. ¿Se había pensado suficientemente en ello? Hay quienes se han atrevido a decir, sobre todo en los últimos tiempos, que la memoria es retrógrada porque vive del pasado; yo creo, por el contrario, que la memoria es eminentemente progresista. Si no fuera por ella tendríamos, como Sísifo, que recomenzar cada vez todas las cosas, lo que sería, a la larga, demasiado fatigoso.
Gilbert K. Chesterton (1874-1936) solía decir que nada hay más impráctico en el mundo que los hombres prácticos, pues éstos están habituados a que las cosas funcionen bien, pero que nada pueden hacer cuando éstas lo hacen mal. «Si un aeroplano sufre un ligero desperfecto –escribió en Lo que está mal en el mundo (1910)–, un hábil mecánico puede componerlo. Pero si está gravemente dañado es probable que algún viejo profesor distraído, de pelo canoso, tenga que ser sacado de alguna universidad o de algún laboratorio para analizar la avería. Cuanto más complicada sea la rotura, tanto más distraído y canoso tendrá que ser el teórico que se necesite para repararla».
Así es, en efecto: el técnico sabe el cómo, pero el profesor sabe el porqué: he ahí la diferencia. El hombre práctico sabe que puede sacar buenas fotos si oprime determinado botón y controla adecuadamente la velocidad del disparo y la intensidad de la luz, pero se quedará sin foto si el botón sencillamente no dispara: entonces tendrá que llamar a un técnico despeinado para que repare la cámara, o, quizá, al mismo viejo distraído y canoso que se hubo de llamar para que reparara el aeroplano.
¿Recuerda usted al rey Salomón, famoso en el mundo por su sabiduría y sus graves sentencias? Pues bien, este prudente rey tuvo un hijo muy imprudente llamado Roboam, quien heredó de su padre la nariz, la corona y el cetro; pero no la sagacidad ni la prudencia. Una vez, según refieren las Escrituras, tuvo éste que tomar una decisión acerca de un asunto de gobierno delicadísimo: ¿de qué manera debía tratar a los que en otro tiempo habían sido contrarios a su padre? El joven rey, entonces, se puso a la caza de opiniones: «Consultó a los ancianos, que habían sido consejeros durante la vida de su padre Salomón y les preguntó: “¿Qué me aconsejan que responda a este pueblo?”. Ellos le dijeron: “Si te pones hoy al servicio del pueblo, si aceptas sus propuestas y los tratas amablemente, ellos estarán siempre a tu servicio”» (1 Reyes 12, 6-7). Los viejos, para decirlo ya, estaban a favor de la diplomacia y las buenas maneras. «Pero Roboam rechazó este consejo de los ancianos y pidió parecer a sus jóvenes compañeros, que se habían educado con él y estaban a su servicio», los cuales, como es de suponer, por darle gusto, se declararon a favor de la violencia. En fin, Roboam les hizo caso, pero con unos resultados verdaderamente catastróficos: el reino se desplomó y ya no hubo manera de apuntalarlo otra vez. Y es que mientras los viejos pensaban en la prosperidad de Israel, los jóvenes pensaban únicamente en cómo agradar a su jefe (como suele suceder).
Bien, pero terminemos ya. Si de lo que se trata es de construir cualquier futuro, haremos muy bien prescindiendo de los ancianos; pero si lo que queremos es un futuro progresista, es decir, un futuro que no sea una mera repetición de lo pasado, entonces los necesitamos; y cuanto más progresista queramos el futuro, tanto más canosos deberán ser los señores que nos ayuden a construirlo.
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