Consideraciones intempestivas

Mi propósito, por lo menos hoy, no es escribir sobre la tan cacareada despenalización del aborto. ¿Por qué habría de escribir sobre un asunto que no depende de mí ni, por desgracia, de ningún ciudadano de a pie? Si la opinión pública contara algo en México, entonces sería otra cosa; pero, hasta ahora, nunca he sido testigo de semejante prodigio. ¿Qué le importan a los de arriba lo que puedan desear, opinar, creer o querer esos pobres seres que don Mariano Azuela llamó simplemente los de abajo?


Practicar el aborto.


No creo que este artículo vaya a cambiar nada de lo que ya está decidido en las altas esferas, sino únicamente para aclarar que un católico medio –como lo soy yo, y como lo son la mayoría de mis lectores- no piensa que la despenalización del aborto sea un asunto sobre el que valga la pena discutir. Los católicos no estamos a favor de la penalización; de lo que estamos en contra es del aborto. Por decirlo así, vamos mucho más allá de lo que un diputado, un magistrado o un senador puedan decir o determinar respecto a este desagradable asunto. ¿O creen éstos que yo me alegro por el hecho de que una mujer que ha abortado sea llevada a prisión? La verdad es que no me alegra nada, pues ya bastante tiene ésta con las palizas que le propinará toda la vida su propia conciencia. 

Cuando, por ejemplo, leo en el periódico o escucho en el noticiero de la tarde que un sujeto ha matado a su compadre, yo no suelo pensar en los años de cárcel que le esperan, sino en lo que este individuo va a experimentar durante el resto de su vida. ¡No es tan fácil olvidar que uno ha matado a alguien, y aun cuando el asesinato haya tenido lugar gracias a eso que suele llamarse «un penoso accidente», los remordimientos quedan! Y si esto es así, ¡cuánto más quedarán si el asesinato en cuestión ha sido urdido con paciencia y largo tiempo meditado!

Se quiere despenalizar el aborto. Yo no me opongo a su despenalización, pero me opongo al aborto. Diecinueve años de ejercicio sacerdotal –ya casi veinte- me han enseñado que difícilmente una mujer que ha tenido que recurrir a esta solución fatal llega, pasado el tiempo, a perdonarse a sí misma. ¿Que la policía no la persigue por lo que ha hecho? Eso es lo de menos. Lo terrible es esa policía interior que, como en El proceso de Kafka, no deja de mirarnos con unos ojos que nos dicen: «Eres culpable, lo quieras o no». Y entonces, para evitar esa mirada y acallar esa voz, se arman con pancartas y salen a las plazas a desgañitarse proclamando un derecho que bien sabían ellas que no tenían. 

Ya sé que hay quienes, para parecer liberales y desinhibidos, tratan en público estos temas con soltura y desparpajo, pero ellos sólo se limitan a opinar y, dado el caso, a dar manotazos en el estrado aduciendo que «la mujer tiene ese derecho». Pero luego se callan, cobran su sueldo y dejan a esa mujer sola con su pena. 

Si les preguntas, dirán que no van a dejarla sola y que, si ésta necesitara ayuda, la canalizarían al instante con un buen psicólogo para que la ayude a recuperar el equilibrio perdido. ¡Como si un problema tan serio como éste se arreglara mediante la ingesta de un tranquilizante! Con esto no quiero decir, evidentemente, que la psicología no sirva de nada; quiero decir que, por lo menos en esto, se requiere de algo más que de pura psicología.

Conocí una vez a una mujer que, habiéndose hecho practicar un aborto, luego, cuando quiso, ya no pudo tener hijos, y que gemía arañándose la cara: «¡Dios me ha castigado! ¡Dios me ha castigado!». Ahora bien, ¿cómo podrá la psicología solucionar este problema que sólo atañe a la teología?

Y luego hay otra cosa. A menudo se dice que licitar (banalizar) el aborto es ponerse de parte de las mujeres, cuando la verdad es más bien lo contrario.   

A una joven que había quedado embarazada y a la que conocí hace poco, su novio se negó a dirigirle la palabra hasta que no se decidiera a sacarse «ese absceso» que le había salido en el estómago. Ella quería tener el hijo, pero su novio fue terminante: «O el hijo o yo». ¡No nos hagamos ilusiones! Aquí el feminismo no tiene nada que ver; aquí el que ha ganado la partida es el machismo. ¡El hombre no pierde nada! La que lo pierde todo, aun cuando vaya a la mejor de las clínicas del mundo, es siempre la mujer.; es ella la que tendrá que tenderse en una cama y dejar que uno o varios hombres vestidos de blanco maniobren durante algún tiempo dentro de su vientre.

Tal vez sea yo muy mal pensado –y en ocasiones lo soy-, pero cuando oigo que un líder de opinión hace en público la apología del aborto, yo no pienso en él, ni en su pasado ideológico, ni en su futuro político, sino en esas mujeres que serán –literalmente- obligadas a abortar porque un niño les echaría a perder la fiesta a los varones. (Una vez, un hombre abordó un taxi y al punto se puso a platicar con el conductor. Hablaron del cielo y de la tierra, pero pasadas varias cuadras el taxista le preguntó lo que pensaba del aborto. «Señor –respondió aquél-: sobre el aborto pienso lo mismo que pensaba la madre de usted». El taxista no dijo nada más y se echó a reír: había comprendido la lección). Como digo, no quiero yo con este escrito atizar el fuego; quiero únicamente que se piense en estos detalles que los de arriba no siempre consideran y que también sería necesario discutir antes de dar ese paso del que hablaba un famoso dictador sudamericano, quien dijo así en uno de sus discursos: «¡Conciudadanos: estamos al borde del abismo! Pero, si votan por mí, daremos un paso adelante».

 

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