Chismorreos globales: informarse tiene implicaciones éticas

Hace ya algunos años, en Roma, tuve la fortuna de asistir a una conferencia impartida por el sociólogo polaco recientemente fallecido Zygmunt Bauman. Como había leído casi todos sus libros –al menos los traducidos al español y al italiano–, me interesaba mucho conocerlo en persona; además, para los estudiantes en grado de demostrar que lo éramos, la entrada era libre. (Sólo hasta después pude enterarme de que en realidad todos podían entrar libremente a la conferencia, con credencial o sin ella. ¡Menos mal!).



Pequeño, siempre de pie y acaso un tanto inquieto (me niego a escribir «nervioso»), Bauman no parecía ciertamente uno de esos profetas del Antiguo Testamento que suelen verse en las páginas de las Biblias ilustradas. Pese a su cabellera hirsuta (y ya completamente blanca), no era un Juan Bautista; y, sin embargo, aquella noche lanzó una de las más graves acusaciones que se hayan hecho en los últimos tiempos a los hombres y mujeres de la llamada sociedad de la información.

En resumen, lo que Bauman dijo fue lo siguiente: Gracias a los modernos medios de comunicación estamos asistiendo al fin de la inocencia. Ya no hay inocentes en la era de los satélites, de la información en tiempo real y de Internet, pues ya nadie, respecto a las grandes atrocidades que tienen lugar todos los días en el planeta, puede decir que no sabía. Ahora todos sabemos todo (vivimos en la sociedad transparente que anunció Gianni Vattimo en 1982, la sociedad donde las paredes son de cristal y no existen los secretos), y es este conocimiento el que nos llama a juicio. Si no supiéramos, tendríamos una disculpa, una excusa. Pero ahora sabemos; es decir, nos hemos convertido en cómplices.

El que oyó el disparo, el que vio al asesino oprimir el gatillo y huir por una calle solitaria se halla implicado en el drama, aunque sólo sea por haberlo visto de lejos, por haber sido testigo; es por ello que la policía puede –y debe– exigirle algunas declaraciones.

Pues bien, gracias a la televisión todos somos ahora testigos y nos hallamos implicados. Como a Fausto, nuestra hambre inmoderada de saber ha acabado por perdernos. ¿Queríamos enterarnos de todo en el menor tiempo posible y, además, con lujo de detalles, es decir, con abundancia de imágenes? Pues bien, dicho saber hay que pagarlo de alguna manera: no se asiste impunemente a la ejecución (por hambre, por guerras, por lo que sea) de las dos terceras partes de la humanidad.

«En la era de las autopistas informáticas –cito literalmente las palabras que Bauman pronunció con voz enérgica aquella noche memorable, memorable al menos para mí–, el argumento de la ignorancia está perdiendo rápidamente credibilidad. Las noticias acerca del sufrimiento de otras personas, transmitidas de la manera más vívida y más legible, están al alcance de todos de manera inmediata. Esto comporta dos dilemas éticos de una gravedad sin precedentes. Primero: ser espectadores no es ya la condición de unos cuantos. Todos somos hoy espectadores, testigos del mal causado y del sufrimiento humano que éste comporta. Segundo: todos nos vemos (aunque no nos demos cuenta de ello) en la necesidad de disculparnos y de autojustificarnos. Séanos permitido decir que, en la era del acceso instantáneo a la información, excusarse con un “yo no sabía” constituye un suplemento de culpa más que una absolución del pecado».

¡Y pensar que creíamos que sentarse cómodamente a ver las noticias era un acto completamente inofensivo y hasta cívico, si pudiera decirse así! Pues bien, nos equivocábamos, porque informarse por informarse no tiene ningún sentido.

De hecho, allá por los años cuarenta y cincuenta, estudiosos como Paul Lazarsfeld (1901-1976) y otros, utilizaron la palabra “narcotización” para hablar del efecto que producen los medios de comunicación cuando hacen creer al público que ver o simplemente enterarse o escuchar es ya sinónimo de participar. ¡Como si quedarse quieto mirando el televisor fuese lo único que podría hacerse de frente a la dura realidad! Y, así, hay quienes han llegado a pensar que informarse es lo mismo que distraerse viendo pasivamente un río de imágenes que no hacen sino narcotizarlo más. ¡Y por supuesto que no es así! Porque informarse, en el verdadero sentido de la palabra, cuesta: es un trabajo que requiere atención y disciplina. Como afirma Ignacio Ramonet, una de las cosas que debe saber todo ciudadano del siglo XXI es que «no puede informarse sin esfuerzo, que informarse es una actividad».

Abrir el periódico, encender la televisión a la hora del noticiero, es un acto cargado de implicaciones éticas. Significa estar dispuestos a movilizarnos al menor grito de socorro. «¿Quién me necesita hoy en el mundo, en mi país, en mi ciudad o barrio?». El que no se haga esta pregunta antes de cumplir con ese sacrosanto deber que es informarse, no se informa: digamos más bien que chismorrea, como chismorreaba aquel amigo mío que después de haber visto un documental acerca de la miseria de los campesinos chapanecos, se sirvió un tequila doble y se puso a contar –como si nada– decenas de chistes colorados. Este amigo, después de haber visto aquel documental, sabía. Ahora era, por lo tanto, cómplice, es decir, culpable, aunque tratara de evadirse de su situación ejecutando esa acción tan mexicana que consiste en empinar el codo.

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