La tendencia a construir casas que por su tamaño parecen de muñecas puede afectar las relaciones familiares para mal.
«Ya no vive aquí –me dijo la mujer estrujando un pañuelo–. La última vez que durmió conmigo fue la semana pasada, aunque no recuerdo el día. Cuando vivíamos en la otra casa, a veces llegaba bebido, pero siempre llegaba. Hoy ya no. Dice que los niños no lo dejan dormir, ni pensar, ni estar en paz. A veces pienso que ya no me quiere. La última vez que vino no paró de decir esto y lo otro, siempre con el semblante descompuesto. Desde que nos mudamos a esta casa la vida ya no es como era antes. Por eso le pedí que viniera a bendecirla. No vaya a ser que alguien le haya trabajado algún mal».
La mujer seguía estrujando el pañuelo; estaba nerviosa. ¿Qué mal podía haber en aquella casa? Lo descubrí mientras la rociaba con agua bendita: era demasiado pequeña. Un baño minúsculo, una cocina-sala-comedor en la que apenas cabían de pie los cuatro miembros de la familia y, por último, una única habitación en la que había que entrar casi de lado para no romperse la espinilla con la cama de los niños, que quedaba un poco salida para dar espacio a la matrimonial.
«De hecho –siguió diciendo la mujer–, ya no teníamos intimidad desde hace mucho. Corríamos el riesgo de que nuestros hijos, que ya están en edad de comprender, pudieran vernos o simplemente escucharnos. Una vez tuvimos que pagar un cuarto de hotel para poder estar juntos y platicar libremente. Era un hotel de paso, barato y sucio. Me dio mucha pena, padre. El recepcionista se me quedó mirando como si fuera yo una mujer de la calle: mientras mi esposo se distraía buscando la suma que había que pagar por el alquiler de la pieza, me hizo un guiño provocador. Le pedí entonces a mi marido que no lo volviéramos a hacer, que, por favor, no lo volviéramos a hacer. Se limitó a decirme que sí con un movimiento de la cabeza: también él estaba avergonzado».
Mientras la mujer hacía para mí la relación de sus desgracias, me vino a la memoria el pasaje de una novela del novelista alemán Heinrich Böll (1917-1985) Y no dijo una sola palabra, en la que el protagonista, habitante de una ciudad alemana destruida por la guerra, tenía que hacer exactamente lo mismo que este pobre hombre de quien ahora me referían la historia; también él llevaba a su mujer a un hotel para poder pasar a solas aunque sólo fuera unos momentos. «Desde hace dos meses, aunque vivimos en la misma ciudad, sólo consumamos nuestro matrimonio en habitaciones de hotel. Cuando hacía calor, a veces fuera, en los parques o en los pasillos de las casas destruidas, en el centro de la ciudad, donde podíamos estar seguros de no ser sorprendidos. Nuestra vivienda es demasiado pequeña, eso es todo. Además, la pared que nos separa de nuestros vecinos es demasiado delgada».
Recordé también otra novela de Böll, esta vez Casa sin amo, en la que un desdichado, Bogner, tiene que abandonar mujer e hijos para no tener que vivir encima de ellos. En efecto, ¿cómo vivir en una casa en la que no hay intimidad, en la que los esposos no pueden amarse, conversar, contarse sus historias de vida, y donde los hijos se sienten constantemente observados, como en una especie de panóptico doméstico? Según Chombrat de Lauwe cada ser humano necesita una superficie de 16 metros cuadrados para él solo, y llama a esta área «el umbral de la habitabilidad», pues con menos de esto uno no puede sino sentir que se sofoca.
«–¿Tiene usted vacaciones, Thinka? Perdone que no la llame señorita, pero como somos vecinos…», dice un cínico personaje en José busca la libertad, la novela de Hermann Kesten (1900-1996), el escritor alemán. Claro, como todo lo oía a través de las paredes, ya no podía seguir llamando señorita a la pobre Thinka, que se limitó a echarse a llorar, puesto que no podía hacer otra cosa…
«Al autorizar el gobierno estas viviendas –siguió diciendo la mujer– es como si nos prohibiera tener hijos. ¿Cómo pensar en tener más de uno en semejantes condiciones?».
Construir casas pequeñísimas: ¿cómo no se me había ocurrido que era ésta una manera bastante práctica de esterilizar –cuando menos en México– a las parejas pobres? «Nació Barbarita Arnáiz en la calle de Postas, esquina al callejón de San Cristóbal, en uno de aquellos oprimidos edificios que parecen estuches o casas de muñecas. Los techos se cogían con la mano; las escaleras había que subirlas con el credo en la boca, y las habitaciones parecían destinadas a la premeditación de algún crimen. Había moradas de éstas a las cuales se entraba por la cocina. Otros tenían los pisos en declive, y en todas ellas oíase hasta el respirar de los vecinos». He aquí la descripción que don Benito Pérez Galdós (1843-1920) hizo de ciertas casas madrileñas de mediados del siglo antepasado, y que debieron ser palacios comparadas con las que el gobierno mexicano permite hoy en día construir para el ciudadano de a pie. Ahora bien, los que edifican estas pajareras –hablo sobre todo de los arquitectos e ingenieros, que sacan de este negocio dinero a paletadas–, ¿aceptarían vivir en ellas? Y, sobre todo, ¿se darán cuenta del daño que hacen con eso a la sociedad? Porque no hay que olvidarlo: la calle se vuelve peligrosa sólo hasta que la casa se ha vuelto insoportable.
Termino con unas palabras de Léon Bloy (1846-1917), ese místico del dolor que nunca pudo tener una casa propia y siempre lloró por ella: «El grado último de la miseria es, seguramente, no tener eso que puede llamarse un domicilio. Cuando el peso del día ha sido aplastante, cuando el espíritu y los miembros no pueden más, ¡qué alivio retirarse a cualquier sitio donde se está verdaderamente en casa, verdaderamente solo, verdaderamente separado, donde poder quitarse la máscara exigida por la indiferencia universal, y cerrar su puerta, y tomar su dolor de la mano, y estrujarle mucho tiempo sobre el pecho, al amparo de las dulces murallas que ocultan las lágrimas!».
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