Carta a Patricio

Vivimos entregados los unos a los otros, confiados los unos a los otros.


Niño Patricio


No te he visto nunca, Patricio, pero sé que tienes cinco años y medio y verdes los ojos. A los veinte minutos de conocernos –poco más, poco menos-, tu madre sacó una foto tuya de alguna carpeta y me la mostró. Para comprender en toda su profundidad este gesto en apariencia tan banal, tan espontáneo, toma en cuenta que ella y yo jamás nos habíamos visto. Concederás entonces que si mostrarme esa fotografía era ya una muestra de confianza hacía mí, era todavía más –muchísimo más- un arrebato de su amor por ti. Te llamaba mi príncipe, y en verdad lo parecías.

 

En apenas una hora llegué a saber mucho de ti; por ejemplo, que tienes un perro pastor llamado Max, y que cuando ves la tele lo usas de almohada. También sé que en cierta ocasión, al ir al cine a ver no sé qué parte de El señor de los anillos, dijiste en tono solemne a tus vecinos de asiento: «Miren, ése soy yo», y apuntabas con el dedo a Viggo Mortensen, el protagonista del film. Tu mamá se te quedó mirando en actitud extrañada, pero más extrañado te mostraste tú de que no te creyera, pues la cosa era más clara que el agua.

 

Pude enterarme también que hace poco tuviste que viajar solo en un avión –tu madre te esperaba en el aeropuerto de Zacatecas- con un cartelito colgado al cuello en el que se indicaban los números telefónicos que habría que marcar en caso de que alguien te viese en apuros, y que durante mucho tiempo dijiste a cuanto conocido o desconocido te encontrabas en tu casa o en la calle: «Yo ya viajé solo en un avión y no me robaron». Yo, a tu edad (porque en aquel tiempo ya había aviones, Patricio) quién sabe si me hubiera atrevido a hacer lo mismo. Eres un niño valiente.

 

En la larga conversación que sostuve con tu mamá –conversación que duró ocho horas, pues ella había venido a San Luis a ultimar los detalles de la presentación de un hermoso libro de arte-, el centro de la plática fuiste siempre tú. Sin embargo, mientas conducía el automóvil –y lo estuve conduciendo casi todo el tiempo- tuve miedo. Por ti, ¿sabes? Un miedo espantoso. Claro que no dije nada y hasta traté de mostrarme alegre y desenfadado, aunque en realidad –Dios lo sabe-, no dejaba de preguntarme: «¿Y si a este artefacto se le suelta una rueda?, ¿y si nos salimos de la carretera?». No es que me considere un mal conductor, Patricio, nada de eso, aunque hay quien dice que los que solemos escribir no sabemos conducir. Era más bien que me daba miedo reconocer que mientras sostenía el volante y sorteaba las curvas, toda tu felicidad y todo tu futuro dependían de mi pericia. ¿Qué hubiera sido de ti, principito, si por una inadvertencia o por un descuido en la maniobra el auto hubiese sufrido una volcadura? Esto quiere decir que tu vida, en cierto sentido, dependía de una persona a la que no conocías, de un ser bastante lejano de ti tanto en el espacio como en el afecto. Si quieres verlo de esta manera, tu porvenir dependía de que este desconocido que ahora te escribe una carta supiera realmente conducir, que lo hiciera con cuidado y…, bueno, hasta que hubiera dormido bien la noche anterior.

 

Hace poco, mientras hablaba de la globalización a un grupo de personas, conté tu caso. Les dije: «Vean ustedes, sucede como con Patricio. ¿No es verdad que todo su futuro (económico, afectivo, etcétera) se jugaba a muchos kilómetros de su casa, en tierras que le eran desconocidas y por personas a las que nunca había visto?». Luego seguí diciendo: «Pues lo mismo sucede en el mundo interconectado en el que nos tocó vivir. Que un modisto de París imponga la moda de un cierto tipo de zapatos de piel de oca es algo que no dejará de afectar al ecosistema entero y, por supuesto, sobre todo a las ocas, que no conocen al modisto y jamás han estado en París». También les cité una frase encontrada en una novela de Franz Höllering (1896-1967) titulada The Defenders y que dice así: «Cualquier disposición de un país distante contra la importación de maderas, influía más en el bienestar o en los apuros de sus vidas que todos sus esfuerzos personales», etcétera. A continuación me lancé a hablarles de lo que ciertos teóricos han llamado, con su jerga altisonante, la interconectividad compleja y de muchos otros conceptos que venían –según yo- muy a cuento, pero que terminada la plática nadie recordó. En cambio, hubo varios que al despedirse me dijeron: «Salude a Patricio de mi parte. Al pobre le ha de haber dado mucho miedo viajar solo en un avión».

 

Más que ayudarme a entender la globalización, lo que en verdad has hecho es ayudarme a comprender la condición humana. Vivimos entregados los unos a los otros, confiados los unos a los otros. Lo que uno hace, por insignificante que parezca, no puede no afectar a los demás; y lo que pareciera un acto sumamente privado resulta que afecta a todo el universo, de la misma manera que te afectaba a ti el que yo me hallara en mis cabales mientras guiaba a tu mamá por la ciudad. Lo que ha hecho la globalización es poner de manifiesto, por decirlo así, esa interdependencia que ligaba nuestros destinos y de la que no éramos conscientes. No obstante, ahora lo sabemos: lo que yo haga, repercutirá en ti, y lo que tú hagas repercutirá en mí más tarde o más temprano. Y esto es algo terrible, a menos que nos acostumbremos a hacer las cosas lo mejor que podamos.

 

Hay unos versos que dicen: El mal es un escándalo causado/y pecar en secreto no es pecado. Son falsos. No te los creas, si es que alguna vez llegas a oírlos.

 

En fin, aquel día comprendí con entera claridad que la única manera de no afligirnos unos a otros –o de afligirnos lo menos posible- es hacer responsablemente todas las cosas y, en especial, las que pareciera que no tienen importancia: las ocultas, las personales, las privadas.

 

Gracias por la lección, Patricio.

 

@yoinfluyo

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com

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