Aún recuerdo el momento, Gianluca, en que vi en el periódico tu primera composición literaria. Tras muchos ruegos, tu maestra accedió a publicarla: no le guardes rencor; lo que pasa es que Italia entera estaba ansiosa por saber de ti.
La composición estaba llena de tachaduras. Es natural: a los 12 años de edad apenas si se sabe escribir; a veces –y esto lo digo sólo por mí– pasa toda la vida y aún no acabamos de saber cómo se practica con alguna dignidad este arte difícil.
Al parecer, la maestra te había pedido que escribieras sobre otra cosa: sobre algún río de Europa, el Arno, por ejemplo, o sobre las nubes o los bosques. Pero tú insististe en que querías mucho a tu hermana y que sería a ella a quien dedicarías tu primer trabajo escrito. Así que fue Erika el objeto de tu primera -y última- aventura literaria.
«Mi mejor amiga, escribiste, es mi hermana, la compañera que me gusta más. Tiene dieciséis años y vive conmigo y con mi familia en Nueva Liguria. Es muy alta y delgada y su voz es muy dulce. Erika es una estudiante muy buena. Vive conmigo, y con mi mamá Sussy, y con mi papá Francesco, y somos una familia que está bien. Tiene un carácter humilde, sereno y educado como el de un ángel, y me presta siempre sus casetes y su radio para que los escuche. ¡La quiero tanto!».
¿Recuerdas que fue esto, precisamente, lo que escribiste en aquella hoja blanca que hoy tu maestra custodia como un documento de inapreciable valor? Al menos eso fue lo que publicó Il Corriere della Sera el 24 de febrero del año 2001, hace poco más de quince años ya. ¡Cómo te ibas a imaginar, pobre Gianluca, que esta misma hermana iba a ser también tu asesina! ¿Por qué ella? ¿Y, sobre todo. por qué a ti? ¿Por qué igualmente a tu madre, que no tenía la culpa de nada? Cuarenta cuchilladas para ella, y cincuenta y siete contra tus brazos, tu cabeza y tus pies. Dice la crónica que se encontraron en tus miembros muestras de lucha, de combate, de resistencia y que, como no te dejabas matar, a Erika tuvo que ayudarla su novio, Omar, un jovencito de 17 años de edad.
También apareció tu foto. Quizá la recuerdes: llevabas puesta una giacca de cuello negro y una camisa a cuadros no sé si de colores: la fotografía no era, después de todo, demasiado nítida. Sonreías mirando a la cámara. ¿A quién sonreías? Al parecer, fue ésa tu última foto, el último testimonio de que una vez, durante un tiempo muy breve, compartiste con nosotros, conmigo, este momento tan corto de la inmensa eternidad.
Il Corriere publicó además una foto de tu madre (qué bella era) y otra de tu padre mientras abrazaba los dos féretros en señal de despedida. Piensa en él: ¿qué es lo que le queda en la vida sino sólo una hija que en adelante no podrá ya verlo a los ojos?
Ni los periódicos, ni Erika, ni nadie han podido decir nada acerca de los motivos del doble crimen. Tampoco queremos enterarnos de ellos, Gianluca: preferimos el silencio a saber que hay motivos para matar a una madre y a un hermano.
Apenas unos días antes, los noticieros habían dado a conocer la historia de un joven de 26 años que mató a su padre, un destacado profesor de la universidad de Padua, porque le había descubierto en su boleta escolar un buen número de calificaciones escritas con tinta roja. ¿Ves por qué no queremos saber las «razones» de tu muerte ni de la de tu madre? ¡Son siempre tan estúpidas!
Cincuenta y siete puñaladas para ti, Gianluca. Pero, y confío en que me creerás, esas cuchilladas nos han alcanzado también a nosotros. ¡No es una frase retórica! También nosotros estamos heridos y gemimos de dolor. ¿Y quieres saber por qué? Porque hasta poco antes de tu muerte creíamos que, si el mundo era peligroso, por lo menos el hogar era seguro, y ahora de esto ya no sabemos nada. Creíamos que tantos años de vivir con un ser, de hablarle, de sonreírle, creaban derechos, fortalecían un cariño, y hoy de esto tampoco sabemos nada. Creíamos que el furor, por grande que fuera, sabría detenerse ante ciertas personas, ante ciertas figuras. Pero ya ves que no. El furor, ahora, se ha vuelto ilimitado, infinito, como el dolor que debiste sentir en el momento de ver a Erika por última vez. ¿Ves ahora por qué tus cuchilladas también han matado algo de nosotros, quizá lo más importante: la confianza, la certeza, la esperanza?
«Los padres no tienen una idea clara de lo que sus hijos son capaces de hacer», escribía por aquellos días de tu muerte José Antonio Marina, el filósofo español, en un artículo periodístico, aunque no creo que hubiera dicho esto pensando en ti. «¡Los hijos! –exclamó a su vez François Mauriac mucho antes de que tú nacieras– ¡Esos extraños nacidos de nuestra propia carne!».
¿Dónde hemos aprendido a odiarnos de esta manera, Gianluca, en qué escuela del rencor?
En el mundo descrito por George Orwell (1903-1950) en 1984 «era casi normal que personas de más de treinta años les tuvieran un miedo cerval a sus hijos». Me da pena que sea contigo, Gianluca, precisamente contigo, con quien tenga que empezar a cumplirse esta tétrica profecía.
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