Vida con suerte

Buscadores de oro

Hacia la década de los años cuarenta, un famoso estudioso de la comunicación de origen judío, Leo Lowenthal (1900-1993), se dio a la tarea de investigar cuáles eran los personajes que los medios de comunicación proponían a su público como modelos de vida. Con este fin analizó detalladamente todas y cada una de las biografías que fueron apareciendo entre 1900 y 1940 en dos de las por entonces más populares revistas norteamericanas: Collier’s y Saturday Evening Post. Posteriormente, con el fin de verificar si con el tiempo se había operado algún cambio en la elección de los personajes, analizó las biografías aparecidas en estas mismas revistas durante los años 1941 y 1942. Lo que encontró fue muy interesante.



Desde 1900 hasta antes del inicio de la primera guerra mundial (1914), el 77% de los personajes biografiados eran políticos, escritores, artistas, filósofos, y los relatos de su vida hacían mucho hincapié en las pruebas que estos hombres y mujeres tuvieron que sufrir para alcanzar la notoriedad social de que ahora gozaban.

Una vez terminada la guerra (1918) y durante toda la década de los 20, las biografías de estos personajes (considerados representantes de las artes serias) disminuyeron del 77 al 38%. En esta época ya no eran los políticos ni los filósofos quienes acaparaban las luces de los reflectores, sino, cada vez en mayor número, los deportistas, los cantantes, las divas y los magnates, y ya se hablaba poco en sus biografías de su «penoso camino hacia éxito»; en cambio se comentaban extensamente, elogiándolos, sus hábitos de consumo y las excentricidades de su vida privada.

Para 1940-1941 sólo una de cada diez biografías eran dedicadas a «hombres serios» y las nueve restantes a individuos provenientes del mundo del espectáculo; por supuesto, ya no se hablaba para nada de pruebas, dificultades o cosas por el estilo, sino más bien de temperamento y de «golpes de suerte». 

Esto significa que los modelos de vida propuestos a la población, conforme iba pasando el tiempo y se consolidaba la llamada «cultura del espectáculo», iban siendo cada vez más hombres y mujeres que no tenían ya necesidad de dominar un carácter, domesticar un temperamento o luchar contra sí mismos para realizar su misión, pues les bastaba con ser bellas o bellos y, eso sí, tener suerte, mucha suerte. ¿Qué cuentan los esfuerzos humanos contra las veleidades de la fortuna? 

Un ejemplo reciente de esta transmutación de todos los valores es el que tuvo lugar en septiembre de 1997, fecha en que muere uno de los hombres más importantes de la segunda mitad del siglo XX: el doctor Viktor E. Frankl. Sobreviviente a cuatro campos de concentración, autor de decenas de libros y fundador de la tercera escuela vienesa de psicoterapia, el doctor Frankl, tras haber perdido en los campos casi todo, salvo la dignidad y la entereza, consagró su vida entera (murió a los 92 años de edad) a ayudar a miles de personas que desesperaban por no hallar a su existencia ningún sentido. Para decirlo ya, veintinueve universidades del mundo le habían concedido el doctorado honoris causa, lo que ya quiere decir algo; pues bien, cuando murió los periódicos apenas le dedicaron unas cuantas líneas, y los telediarios, al menos en México, ni siquiera pronunciaron su nombre. ¿Por qué razón? Porque tuvo la mala suerte de morir dos días después que la princesa Diana, una sencilla maestra de primaria a la que le bastó casarse con un príncipe para ocupar todas las planas de los periódicos mundiales y locales. Sólo eso, casarse con un príncipe justo en el momento en que príncipes había cada vez menos (era una mujer afortunada). 

¿Cuál de los personajes era más importante para la sociedad: el científico o la princesa que se accidentó mientras andaba de juerga con su amante de turno? A juzgar por el espacio dedicado en los noticieros a un personaje y a otro, la princesa. 

Sin embargo, esta inversión de los valores hay que pagarla tarde o temprano. ¿Por qué, por ejemplo, las universidades se vacían, o bien se llenan de jóvenes indiferentes a quienes las asignaturas y los cursos les importan un comino? ¿Por qué son cada vez más los que declaran no estar dispuestos a desperdiciar diez o más años de su vida para conseguir aquello que podrían tener gracias a un solo guiño de la fortuna? Precisamente por eso, porque creen que basta la suerte: así han oído que dicen miles de divas y divos a través de las pantallas. «Uno de los puntos que me interesan cuando leo algo sobre una estrella de cine es cómo le llegó su gran oportunidad –confiesa el protagonista de Modelo de conducta, la novela del escritor norteamericano Jay McInerney-. Yo estoy aún esperando la mía; parece que todo depende de las personas que uno conoce y de los contactos que tiene, no del talento natural». En efecto, así es como piensan los jóvenes de hoy. ¿Esforzarse? No, gracias; y, además, ¿para qué?

Uno de los hombres más ricos y poderosos de México ha sido, sin duda, don Emilio Azcárraga Milmo, heredero del imperio Televisa. ¿A cuánto ascendía su fortuna en 1993? Espántese usted: a unos 5 000 millones de dólares. Lo curioso del asunto es que el hombre ni siquiera completó su educación elemental. Y, sin embargo, era respetado, temido y envidiado. ¿Para qué pues tanto libro y tanto quemarse las pestañas si todo es cuestión de nacer en la familia justa en el momento justo y contar con una red de relaciones interesantes y poderosas? ¡Para descubrir una mina no es necesario hacerse geólogo, por el amor de Dios! Basta con pasar por ahí y descubrir el tesoro. He aquí la nueva filosofía de la vida. Una vida, por desgracia, de la que muchos quedarán excluidos. Porque, como dicen en mi pueblo, «ni que tuvieran tanta suerte»…

 

 

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