La idea de que el cristianismo es la causa de todos los males actuales en Europa carecer de todo sustento histórico, y tiene que ver más con prejuicios que con apego a la veracidad.
En una conferencia reciente, George Steiner, disertando acerca de La idea de Europa, se atrevió a decir que sólo hasta que Occidente reniegue y se purgue de la herencia malévola del cristianismo, «tal vez la Europa de Montaigne y Erasmo, de Voltaire y de Immanuel Kant pueda una vez más ofrecer orientación». «La brutal verdad –dijo Steiner en aquella ocasión– es que Europa, hasta ahora, se ha negado a reconocer y analizar el múltiple papel del cristianismo en la medianoche de la historia, cuanto más a retractarse de él».
¡Qué lástima que un humanista de vuelos tan altos haya dejado que sus prejuicios raciales (Steiner es un judío de pura cepa), al menos en este punto, le impidieran hablar del asunto con mayor objetividad! ¿De veras es responsable el cristianismo de esa medianoche de la historia de la que desde hace tiempo es ya moda hablar? ¿De veras es así? Pensemos en una institución tan laica y tan aparentemente moderna como es la de la salud pública. ¿Existían, por ejemplo, hospitales en el mundo antiguo, o ya por lo menos en el Israel de antes de Cristo? ¡Por supuesto que no! Antes de Jesús, los enfermos no contaban; es más, cierto tipo de enfermedades (como por ejemplo el estar cojo) eran ya un impedimento para participar en el culto del Templo, y si hoy hay hospitales a todo lo largo y ancho del planeta ha sido gracias a la mirada cristiana, que supo ver en sus hermanos enfermos, desde el principio, el rostro doliente del Señor.
Si hoy la educación se ha democratizado ha sido gracias a que la Iglesia, en el Medioevo –ese periodo de la historia que algunos llaman tenebroso–, fundó las Universidades. Y de las mujeres, ¿qué decir? Un maestro en Israel no podía permitir siquiera que una mujer se le acercase, y aún hoy todo judío piadoso debe decir por la mañana la triple bendición contenida en el Sidur, oración que, por si no lo sabe el lector, en español suena así: «Bendito seas, Señor, porque no me has hecho gentil, porque no me has hecho esclavo, porque no me has hecho mujer».
Y la mujer, que está dispensada de recitar dicha oración, puede decirla, siempre y cuando adapte la tercera bendición, diciendo: «Gracias, Señor, porque me has hecho según tu voluntad».
Fue Cristo el primero en aceptar en su grupo a las mujeres; fue él quien las defendió de los abusos a las que eran sometidas por la fuerza legal de que gozaban los varones, quienes con mucha frecuencia las repudiaban para irse en busca de otras más de su gusto. Una vez, según refiere el evangelio de Mateo (19, 3-6), un maestro de la Ley preguntó a Jesús: «¿Le está permitido al hombre divorciarse de su esposa por cualquier motivo?». Jesús le respondió: «¿No han leído que el Creador desde el principio los hizo hombre y mujer, y les dijo: Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre, para unirse a su mujer, y serán los dos una sola cosa? De modo que ya no son dos, sino una sola cosa. Así pues, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».
Con estas sencillas palabras Jesús hizo en favor de la mujer lo que no han podido hacer, juntas, todas las feministas de la historia: ponerla en un plano de estricta igualdad jurídica con el varón.
Por último, hablemos de los niños. ¿Eran estimados en la antigüedad? La historia dice que no, y la expresión amor paterno como sinónimo de cariño incondicional y de amor desinteresado es más nueva de lo que se piensa: por lo pronto, un habitante de la antigüedad griega o romana no la habría entendido. ¿Amor paterno? ¿Y qué es eso? «Si –¡toco madera!– llegas a tener un hijo, déjalo vivir, si es varón; pero si es una niña deshazte de ella». Así escribió a su mujer un ciudadano griego en el año 1 a. C. en un documento que todavía se conserva para deleite y regocijo de los historiadores.
En su tratado De la ira explicó Séneca (4 a.C. – 65 d.C.), el filósofo estoico, qué era lo que se hacía en Roma con los niños que, al nacer, no acababan de gustar a sus padres a causa de algún defecto físico que hubieran traído con ellos: «Acabamos con los perros rabiosos, matamos al buey feroz e indomable y hundimos el hierro en el ganado enfermo para que no contagie al rebaño; nos deshacemos de los fetos monstruosos, incluso ahogamos a los niños si han nacido débiles y con malformaciones; y no es ira, sino razón, apartar a los sanos de los seres inútiles» (Sobre la ira, XV, 2). Cuando, siempre en Roma, un niño no era aceptado por su padre, se lo exponía para que lo recogiese de la calle quien quisiera hacerlo; si sobrevivía a la experiencia, los que por lo regular lo tomaban a su cuidado eran: 1) damas acaudaladas que buscaban evitarse las fatigas del parto, 2) magos o hechiceros con el fin de extraerles el cerebro y la médula «para finalidades mágicas y nefastas», –según se lee en la Historia natural de Plinio, 28, 2– y 3) dueños de burdeles para explotarlos sexualmente. Dice san Justino en una de sus apologías (I, 27) que no era extraño que un hombre, yendo de lupanar en lupanar, acabara teniendo, sin saberlo, relaciones con su propia hija.
En un antiguo documento que se conserva en la Iglesia, la Carta a Diogneto (año 150), puede leerse lo siguiente: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan un lenguaje extraño, ni llevan un género de vida aparte del de los demás… Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no matan a los que les nacen. Ponen mesa en común, pero no lecho». Los cristianos también tienen hijos, pero no los matan: he ahí la gran diferencia. Amar al prójimo sobre todo en la persona de los hijos fue otra de las muchas revoluciones que Cristo vino a hacer. Amor al enfermo, a la cultura, a la mujer, a los niños. ¿Es ésta la herencia que ha contribuido a oscurecer la historia de Occidente? Se me permita esbozar una sonrisa que no será, precisamente, de simpatía.
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