Amor verdadero

Amor humano

¿Qué es lo que amamos del ser que amamos? ¿Su belleza interior o exterior, sus cualidades morales o físicas, su simpatía? Sin duda, todo esto amamos del ser que amamos, pero también algo más: su debilidad constitutiva, su finitud. Lo amamos porque es frágil, porque es mortal como nosotros, porque un día u otro, como todos, morirá. 


 


El amor, por lo menos aquí en la tierra, sólo es posible entre iguales (como afirmaban los antiguos filósofos), es decir, entre mortales. ¿La razón? No soportaríamos que el otro, aquel o aquella a quien amamos sobre todo otra cosa, continuara alegremente en la vida sin nosotros y que nuestra muerte no le hiciera, por decir así, absolutamente nada.

¿Cómo sería el amor entre un mortal y un inmortal? Tal es la pregunta a la que trata de responder una novela que habría que colocar entre las más importantes y bellas del siglo XX: Todos los hombres son mortales de Simone de Beauvoir, la escritora francesa. En ella aparece Raymond Fosca, un hombre que ha bebido el elíxir de la vida y que ve morir a su primera esposa y a la segunda, a su primer hijo y al segundo; que ve morir, en fin, a todos los suyos. Sin embargo, pese a su superioridad, se siente solo. Su vida es como la de un viajero al que no le es permitido detenerse y se halla condenado a dejar atrás todos los paisajes que gravitan a su alrededor. Ahora bien, ¿cómo amar lo que se deja atrás? Para que un paisaje pueda ser amado, hay que haberlo recorrido y no solamente contemplado a través de la ventanilla de un vagón; es necesario haberse detenido en él y haberlo visto, además, en compañía de alguien, pues de lo contrario no sería lo que se dice un paisaje, sino pura geografía. «¿Qué me importa un paisaje que no han podido reflejar unos ojos amados? –se pregunta François Mauriac en una página de su diario. Y añade-: El horizonte es más dulce si guarda aún la caricia de miradas extintas».

Pero un inmortal no puede detenerse: él sigue adelante en el tiempo, siempre adelante, dejando atrás rostros y juramentos.

Es gracias a un diálogo con la novia de su segundo hijo, recientemente fallecido, que Fosca cae por fin en la cuenta de que por haber bebido el elíxir de la vida se ha excluido a sí mismo del amor. Si amar es dar la vida por aquello que se ama, él no la daría nunca por nada ni por nadie, pues morir era ya para él algo sencillamente imposible. No es que no deseara entregar su vida: es que, aunque quisiera, no podía. He aquí el diálogo del que hablo:

«Fosca: Lo que te gustaba de Antoine (su hijo recién muerto), ¿no lo encuentras en mí?

«Béatrice: No.

«Fosca: Ya sé. Era hermoso, generoso, valiente y altivo. ¿No tengo yo ninguna de esas virtudes?

«Béatrice: Aparentas tenerlas.

«Fosca: Explícate.

«Béatrice: Cuando Antoine se zambullía en un lago, cuando era el primero en lanzarse al asalto, yo lo admiraba porque arriesgaba su vida; pero tú, ¿qué representa tu coraje?

«Fosca: Así pues, ¿nada de lo que yo haga, nada de lo que yo sea, puede tener valor a tus ojos porque soy inmortal?

«Béatrice: Sí, así es… Escucha a esa mujer que canta. ¿Su canto sería tan conmovedor si no tuviera que morir?… Tu cuerpo me espanta. Es de otra especie.

«Fosca: Es de carne, como el tuyo.

«Béatrice: No. ¿No comprendes? No puedo soportar ser acariciada por unas manos que no se pudrirán jamás»…

El amor humano, contrariamente a lo que suele pensarse, no ama únicamente la grandeza: ama ante todo la pequeñez, la debilidad. «Nosotros sólo amamos ¡ay! lo que se va a morir», constata lleno de pesadumbre el filósofo André Comte-Sponville en Impromtus, uno de sus libros más bellos. 

A Ulises, el héroe de La Odisea,  la diosa Calypso le ofrece juventud eterna a cambio de su amor, pero él rechaza el don por preferir a la mortal Penélope: «Sé muy bien –le explica a la diosa- que por grande que sea su prudencia, Penélope no te puede igualar ni en hermosura ni en grandeza, pues sólo es una mortal, y tú jamás conocerás ni la vejez ni la muerte. Y, no obstante, el único afán que siento cada día es el de regresar a mi casa». A mi casa, con ella: con esa pobre mujer que un día cerrará los ojos a la luz de este sol, a la oscuridad de esta noche. ¡Bien dicho, Ulises! 

En todo amor verdadero hay siempre una pizca de compasión: se ama con intensidad precisamente porque esos seres que amamos pueden desaparecer el día menos pensado, de un minuto al otro, del crepúsculo al alba. 

Amaneció sin ella.

Apenas si se mueve.

Recuerda (…)

¡Qué fácil es la ausencia!

En estos versos de Jaime Sabines (1926-1999), acaso los más tristes de la literatura mexicana, está encerrado por entero el misterio del amor. Se ama con intensidad porque es demasiado fácil desaparecer. Si no fuésemos esos seres débiles y mortales que somos, no inspiraríamos más que miedo, más que rencor. Es porque un día nuestros ojos se apagarán que nuestra mirada adquiere un valor extraordinario. La ternura que suscitamos es la misma que suscitan las especies en peligro de extinción.

 

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