Entre menos se relacionen las personas entre sí, más probabilidades tendrán éstas de querer abandonar cuanto antes esta vida en la que se sienten tan desamparadas.
Nuestro mundo es un mundo cada vez más silencioso. Silencioso no de ruido, sino de afectos y voces. En la llamada sociedad de la comunicación los hombres cada vez comunicamos menos.
Nos hablamos poco los unos a los otros; al encontrarnos por la calle, nos vemos de reojo y apresuramos el paso; corremos para ser los primeros en llegar al asiento; competimos, nos rebasamos, pero no nos hablamos. Y, ya en el autobús, si por una distracción inocente las miradas coinciden, nuestras cabezas se vuelven inmediatamente hacia otra parte, avergonzadas. Pareciera que el ideal es no vernos, no notarnos: pasar por la vida como pasan en un día de tormenta las motas de polvo.
Una fanática adoradora de las comunidades virtuales, Ellen Ullman, confesaba orgullosamente en el ya lejanísimo año de 1995: «La computadora tiene para mí más vida que mis amores, que mi casa y que mi vecino, ese malvado que por poco mata a su esposa». Y añadía, como quien relata algo gracioso: «Una vez me encontré sola frente al monitor de mi computadora y le dije con ternura a la pantalla encendida: ¡Háblame!».
«Cuando estás programando –sigue diciendo la señora Ullman– no debes permitirle a tu mente que vagabundee, que se abandone a los pensamientos. Los pensamientos molestan al ordenador. Los pensamientos desaniman a los bites. Un bite se va, se disuelve. Tal vez no regrese nunca. Estás creando un hoyo en tu computadora con la maldita desatención de pensar. ¡No hables! Los otros seres humanos no te sirven. Lo que debes hacer es sincronizarte con la máquina. Sincronizarte con los seres humanos quiere decir romper tu proceso mental de trabajo. Una vez tuve un empleo en el que estuve dos años sin hablar. Todos estábamos solos. Pero cada uno estaba con su máquina. En ocasiones se escuchaba alguna imprecación, algún suspiro. A veces alguien explotaba de rabia y se ponía a golpear su computadora. Quizá algún compañero me haya dirigido alguna vez una mirada, pero no estoy muy segura».
Cada uno con su máquina y solo (los otros seres humanos no te sirven): mentiría si dijera que me es imposible imaginar una oficina como ésa en la que trabajaba la señora Ullman; mentiría, porque he visto muchos sitios así y cada vez va habiendo más.
«¡No hables!»: he aquí la orden de la nueva dictadura. Desde que las películas se hicieron sonoras hay que callar en el cine; frente a la televisión es preciso guardar silencio; cuando el aparato de radio está encendido no se habla más; mientras navegamos en Internet nos encerramos en nuestra habitación cual si fuésemos animales heridos, no vaya a suceder que de pronto el agua de los mares virtuales se encrespe y la navegación se torne peligrosa o, por lo menos, comprometedora…
La orden de guardar silencio que hemos venido escuchando desde hace casi un siglo está surtiendo efecto, pues ahora nos callamos también ante los de nuestra misma especie.
«Las mujeres cantaban en la casa, en el patio y en el jardín; los hombres cantaban en los campos y en el taller. El transistor los ha hecho callar», constataba lleno de nostalgia en su autobiografía René Barjavel (1911-1985), el autor de esa famosa novela Los caminos de Katmandú. Pero muchos años antes que Barjavel, en 1955, el mexicano José Vasconcelos había hecho ya la misma observación: «La máquina por medio del radio ha robado al hombre la palabra y el canto» (Temas contemporáneos).
Pero, ¿a dónde nos llevará semejante silencio?, ¿a dónde nos conducirá esta falta –crónica ya– de convivencia? Quizá a la muerte. ¡No exagero! En un estudio reciente, Michel Maffesoli, el famoso sociólogo francés, constató que existe un lazo estrecho entre progreso y suicidio, entre modernización y desgana de vivir. Y explica que esto es así porque mientras en las ciudades subdesarrolladas las personas todavía conviven entre ellas, en las sociedades ultracapitalistas y de tecnificación exacerbada se ha perdido toda oportunidad y gusto por estar juntas, al igual que todo sentido de pertenencia. «En otras palabras –escribe Maffesoli–, a menor índice de sociabilidad, mayor índice de suicidio» (La parte del diablo. Compendio de subversión posmoderna).
Entre menos se relacionen las personas entre sí, más probabilidades tendrán éstas de querer abandonar cuanto antes esta vida en la que se sienten tan desamparadas.
«¡Cállate!». ¿Qué es lo que hay detrás de esta orden? ¿A quién beneficiamos con nuestro silencio? Habría que preguntárnoslo seriamente. Una cosa, sin embargo, es cierta: los hombres silenciosos y sin vínculos, suelen ser más eficientes a corto plazo que los demasiado sociables, o por lo menos pierden menos tiempo en reuniones poco productivas –eso es lo que piensan los managers y no pocos sociólogos industriales–. Pero, a largo plazo, ¿qué les espera sino un cansancio infinito, casi mortal?
Para muchos, sobre todo entre los más jóvenes, no hay ninguna diferencia entre un amigo de carne y hueso y un amigo puramente virtual. Miles de libros se han escrito en tiempos recientes para tratar de convencernos de que las comunidades del ciberespacio poseen la misma dignidad e importancia que las comunidades tradicionales como la escuela, la iglesia o la familia. Pudiera ser. Pero mientras cambiamos al amigo cercano por el desconocido lejano y elogiamos la belleza de las amistades encontradas en algún punto de la autopista informática, ¡qué callados y solos estamos!
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