El afán de AMLO por predicar y lanzar sermones ha tomado ya un tono preocupante pues se ha convertido en una mezcla de chamán con catequista y predicador.
En su manía de andar hablando todos los días, el presidente a veces sorprende con sus dislates y ocurrencias. Su afán por predicar y lanzar sermones ha tomado ya un tono preocupante pues se ha convertido en una mezcla de chamán con catequista y predicador, de esos que salen en los canales de televisión gringa.
Es claro que el hombre es feliz en Palacio Nacional. Desde ahí manda sus mensajes aconsejando una vida sencilla y austera. En su mensaje del sábado advierte que “la felicidad no reside en la acumulación de bienes materiales ni se consigue con lujos, extravagancias y frivolidades”. Claro, su mensaje lo manda desde un palacio en el que brilla el piso de madera y cuelgan gigantescos candiles. Vive en un museo, rodeado de lujo, bienes materiales y espectacularidad. De hecho, la única extravagancia en ese escenario es el propio presidente.
El decálogo que publicó el sábado pasado contiene aspectos francamente chuscos, pero también planteamientos preocupantes. Todos sabemos que se avecina una tremenda crisis económica. Por eso el presidente ha multiplicado los mensajes en los que habla de la vida austera y de que no son necesarias muchas cosas para ser feliz. Habla de la importancia de tener y conformarse con poco.
En sus mensajes aparece ese afán tan de él de moralizar la vida de sus gobernados, decirles cómo deben de vivir, qué deben consumir, cómo se deben portar, qué deben comer, cómo vestir, alejarse de los vicios, ser optimistas y tener una vida espiritual. En su decálogo y en otros mensajes de corte moralino que ha difundido, se esconde una clara amenaza a las libertades, un afán por controlar la vida de los otros. Terminará por decirnos qué debemos pensar.
El presidente dice en el punto 7: “Alimentémonos bien; optemos por lo natural, lo fresco y nutritivo. Una de las alternativas es el maíz, el frijol, las verduras, las frutas de temporada, el atún y las proteínas obtenidas de animales de patio y de potreros, no engordados con hormonas; evitemos el consumo de los llamados productos chatarra elaborados con exceso de azúcares, harinas, sales químicos y grasas. Tomemos mucha agua pura; si tienes adicción al tabaco o al alcohol busca tratamiento para eliminarlos”.
Es de risa loca. Es probable que el presidente haya grabado el mensaje cuando todavía eructaba los huaraches con bistec en salsa pasilla que se zampó a mediodía. El presidente dice que hay que alimentarse sanamente y todos sabemos que es el rey de la fritanga el señor de las memelas. No falta semana en que no salga empujándose unos tacos, unos sopes, unas garnachas. Si le hacemos caso el país se convertirá en un patio gigantesco en el que todos estaremos correteando puercos y pollos. Y mejor ir a comprar unos pomos y cigarros porque la cosa estará de horror.
En otro de los puntos de su decálogo dice que hay que eliminar “las actitudes racistas, clasistas y discriminatorias en general”. Suena bien en general, pero mal en particular, porque si alguien se dedica a denostar a los que no piensan como él y a expresarles odio y desprecio, es el presidente. López Obrador cerró su llamado a ser buenos con el punto 10 que indica: “…busca un camino de espiritualidad, un ideal, una utopía, un sueño, un propósito en la vida; algo que te fortalezca en lo interno, en tu autoestima, y que te mantenga activo, entusiasmado, alegre…”. El significado es muy claro: para cómo vienen las cosas es mejor ir pensando a qué se van a aferrar, si a diosito, a Jesús y sus detentes, si le van a llegar al budismo o seguir al Dalai, o andar predicando por aquí y por allá, que es mejor que no tener nada porque bienes materiales no habrá. Mejor piensen en una utopía, en algo que no va a suceder –como que nos vaya bien lo que queda del sexenio– y que piensen que tuvieron un propósito en la vida. Porque aquí no habrá para los sueños, sólo para el insomnio.
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