El decálogo presidencial es una más de las muestras de ese abandono de las responsabilidades presidenciales transferidas a los ciudadanos.
El presidente de la República ha renunciado a ser autoridad. Le da pavor ejercer el mando. A él le gusta la bravata, el navajazo, la pelea callejera y lo que sea desmontar, destruir algún tipo de institución que más o menos funcionara en el país. Fuera de eso, es incapaz de mandar a las tropas por una banda de criminales, de poner orden donde prevalece la anarquía, de organizar la atención en la emergencia y de asumir la responsabilidad de las decisiones tomadas. Solamente quiere cobrar, no sabe que también hay que pagar.
La decisión de dejar salir a los ciudadanos en medio de los picos más altos de la pandemia es solamente un anuncio más de que el presidente no tomará ninguna responsabilidad en lo decidido. En lugar de eso, transfiere la solución y la carga a los propios ciudadanos afectados. Que cada quien decida su suerte, el Estado no tiene que intervenir, el virus se paseará libremente por el país y, si ataca, la responsabilidad será del fallecido, una persona que seguramente no se cuidó, que no estuvo en el lugar correcto, que tomó una mala decisión sobre a dónde ir, un sujeto que no se enteró que todavía había peligro, por qué la gente sale a las calles cuando el gobierno les dice que puede salir, pero que todavía no. Es clarísima la posición del gobierno. Para el ciudadano mexicano no hay Estado que auxilie ni que acompañe, sólo hay el que lo entierra.
La crisis de la pandemia ha mostrado al presidente en repetidas ocasiones desmarcándose de su trabajo. Lo hizo con los gobernadores, diciendo, en resumidas cuentas, que cada uno se las arregle como pueda. Esta manera de actuar tiene dos efectos: uno, que él cuente con algún tipo de pretexto o justificación –que él mismo se otorgó– para no rendir cuentas, y dos, trasladar la responsabilidad a otros. De manera sistemática, la actitud del presidente respecto a la crisis del COVID-19 ha sido la de no cumplir con las sugerencias científicas. Sus palabras siempre fueron de desaliento para los que se disponían a cumplir con indicaciones. Muy al contrario, el presidente invitaba a salir de casa, a comer fuera, a darse abrazos, a certificar que “no pasa nada”. Eso lo hemos visto también en otros ámbitos de la vida nacional. El presidente transfiere sus responsabilidades. Lo hizo con los empresarios y el SAT. En lugar de mandar a los investigadores, reprendió públicamente a los empresarios y pidió ayuda a los líderes empresariales para cobrar impuestos.
La inacción es uno de los puntales de este gobierno. Y le han encontrado varias ventajas, les permite hacer de la labor de merolico un oficio gubernamental. Hablar y hablar sin hacer es algo que sin duda distingue a la 4T. También les permite justificar la indecisión, pues siempre habrá algún culpable: los conservadores, la oposición, los medios, el crimen organizado, los empresarios, el virus.
El decálogo presidencial es una más de las muestras de ese abandono de las responsabilidades presidenciales transferidas a los ciudadanos. Se les pide que no consuman de más, que busquen orientación y tratamiento para sus vicios, que coman sanamente, que críen pollos y animales de patio y que consigan un alivio espiritual. Esto, que también suena a advertencia de cómo se van a poner las cosas en el corto plazo, refleja también la insana distancia que el presidente guarda con sus gobernados, la manera en cómo los deja solos con sus problemas, porque el presidente está para dar abrazos, contar chistes y dar clases de historia, no está para atender problemas. Así que, ciudadano, ya lo sabes: te vas a morir y será tu responsabilidad.
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