Si López Obrador enfrenta en sus mañaneras algunas interrogantes, nada de eso le hace cambiar de parecer e impone su voluntad.
Hay momentos en los que, inevitablemente, la gente revela su verdadera personalidad, la manera en que es y salen a flote sus debilidades, sus dobles juegos y sus verdaderas intenciones. Esto sucede a menudo en las relaciones personales: parejas, amistades, socios, relaciones que se deshacen de mala forma porque fulanito, sutanita, “no era como pensaba”. Parte de la tradición mexicana en la vida sentimental pasa por las conocidas frases de: “me salió tomador”, “me salió jugador”, “le salió golpeador”, “le salió vividor”, “le salió un huevonazo”. Los seres humanos tenemos facilidades para esconder debilidades y vicios atrás de determinadas fortalezas o capacidades que facilitan la simulación con los demás. De ahí el socio que desfalca al amigo, el marido que explota en todos sentidos a la mujer, la mujer viva que le esquilma el dinero al idiota enamorado.
El poder funciona como un desactivador de esos engaños. Es como el dinero. No es que el dinero cambie a la gente, simplemente la muestra tal como es. Lo mismo sucede con el poder. Darle poder a alguien es correr con suerte insegura, pero no debe de extrañarnos un cambio radical en el personaje en cuestión. Las posibilidades de mandar, de causar daño, de prohibir cosas a los demás, de tener autoridad, hacen lo suyo en las personas y en muchas ocasiones revelan verdaderos personajes autoritarios, déspotas inimaginables, gente con una enorme capacidad para el mal, cuando antes de tener poder eran nobles activistas que querían una patria más justa e igualitaria.
Es el caso de AMLO y la clase gobernante de Morena. Estamos viendo algo previsible en el caso del presidente. Desde hace años se le criticaba su evidente carácter autoritario, su desprecio por la modernidad, por lo que pueda reflejar alguna relación con el mundo, un olímpico desdén por el conocimiento y el invariable insulto a quienes no piensan como él. Para algunos de los que lo criticábamos desde hace tiempo, nos parecía posible y viable el triunfo de López Obrador –cosa que sucedió–, pero preocupaba más el equipo –digamos que los gabinetes son un puñado y con una figura tan fuerte como la de AMLO siempre se diluyen–, por “la banda” que lo acompañaba, esto es, la gran cantidad de legisladores y gente en posiciones de gobierno.
Si López Obrador enfrenta en sus mañaneras algunas interrogantes, nada de eso le hace cambiar de parecer e impone su voluntad. Sus seguidores en el poder ni siquiera enfrentan ninguna clase de interrogante, imponen y se acabó. Son trogloditas que lo mismo cambian la duración de un mandato de gobernador, que prohíben las manifestaciones públicas y las castigan con la cárcel. Cierto que si alguien ejerció su derecho a manifestarse a plenitud fue AMLO, que llegó a paralizar la Ciudad de México durante semanas y cuyo partido en Tabasco las quiere impedir, y el sucesor del superdelegado en Jalisco es un exabogado del Chapo.
El problema de los movimientos que aglutinan a quien sea, como fue el caso de Morena, es que llega de todo, porque nada importa más que cambiar, y de las maneras del cambio pocos dicen algo y todos se suben al tren del líder. Pero ahora vemos el daño que pueden hacer a una joven democracia que incluso permitió con soltura y solidez que ganara López Obrador. Pero son trogloditas, van a desaparecer todo y sólo les queda la represión, la imposición, la mayoría como evidencia de su cerrazón. No son demócratas, no son de izquierda, son un amasijo de políticos frustrados y primitivos, de activistas unos y grillos otros con ganas de venganza, en busca de una cuota de poder que les permita ser alguien. De eso veremos mucho, muchísimo.
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