Se cumplen en esta semana los 100 años de Ricardo Garibay, un escritor prolífico en oficios y géneros literarios. De una personalidad magnética, Garibay supo ser de todo: desde inspector de burdeles, sparring de boxeo, burócrata, guionista de cine, cronista, reportero. También fue un hombre de medios. En el IMER, durante mucho tiempo, transmitió unos programas junto con Germán Dehesa en los que hablaba de literatura y eran francamente una delicia (esa estación de radio debiera reponerlo aprovechando el aniversario). Un hombre de una erudición literaria y de una cultura notable, pero al mismo tiempo con gran sentido del humor. Experto en el Cantar de los cantares era también un formidable conversador. En aquellas charlas con Dehesa uno no dejaba de divertirse. En una ocasión Germán peroraba creo que de Borges o alguien así, y Garibay cortó diciendo: “Maravilloso. No entendí nada. Vamos a unos comerciales”; en otra ocasión Dehesa hablaba de un juguete –Tinker Toy–, a lo que Garibay respondió: “Mi pobreza no me llevaba al Tintker Toy, yo le ayudaba a mi padre en sus trabajos de carpintería y jardinería y no sé qué sería el Tinker toy; eso –dijo señalando a Dehesa– debió haber sido cosa para niños burgueses horribles” (ese video se encuentra en YouTube).
Garibay escribió mucho sobre sí mismo: su vida, sus peripecias. Transcribo un fragmento del encuentro del propio escritor con Gustavo Díaz Ordaz en las oficinas presidenciales, invitado a ver el trabajo del presidente, que aparece en su libro Cómo se gana la vida, y que es un retrato impecable del presidente y de la prosa puntual de don Ricardo:
“Semanas después estaba yo allí mismo, como siempre un poco disimulando mi presencia, un poco apenado porque Díaz Ordaz no soltaba su habla tabernaria ni su desprecio, y los secretarios de Estado enmudecían, salían pálidos y temblorosos. El secretario de Educación estaba hablando casi en secreto y entregaba, hacia el fin de su acuerdo, un papel al presidente. El presidente leyó el papel, lo rompió en cuatro pedazos y arrojó los pedazos hacia el secretario y alzó la voz:
-Se ha tardado usted más de la cuenta. Y ya debería saberlo: a mí ningún hijo de la chingada me renuncia. ¡De qué forro le salió…! ¡Váyase a cumplir un poco mejor su cometido!
Y se levantó, la faz revestida de una dureza extraordinaria, los ojos dos brillosas rendijas. Yáñez no veía los papeles que recogía y metía en su carpeta negra; no veía las alfombras que desandaba hacia la puerta, como atacado por calambres. Afuera lo esperaba la muchedumbre de reporteros.
-¡Farsante! –bramó Díaz Ordaz. Yo sentía un erizo en la garganta, no podía tragar saliva.
Y en aquella primera vez que cuento –antes de este pesado incidente con mi antiguo maestro de literatura– mencioné, no sin malaje a los estudiantes universitarios. Y vi entonces el rencor y el odio, escuché con angustia:
-¿Juventud? Esos hijos de la chingada no son juventud ni son nada. Parásitos chupasangres. Pedigüeños, ingratos, cínicos y analfabetas. Estudiantes universitarios… ¡Carroña! Y ni siquiera tienen güevos para enfrentarse de veras. Para dar lo que llaman su batalla. ¡Su batalla…! ¡Hijos…! –se sofocó, se chupó violentamente los dientes y los labios (casi quedaba sin mentón, y líneas blancas le salían de las aletas de la nariz) y cerró los ojos y apretó con fuerza los párpados. Era la imagen de una inaudita concentración de rabia”.
Es una buena oportunidad de acercarse a este gran escritor y personaje en su centenario: Cómo se gana la vida, Fiera infancia y otros años, La casa que arde de noche, Las glorias del gran Púas… en fin que hay de dónde escoger. Usted elija.
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