“Las dictaduras aparentes o descaradas desencadenan siempre tempestades de palabras que operan como cortina de humo para esconder sus desatinos; la multiplicación de los discursos que tocan todos los temas resulta entonces una noche en la que todos los gatos son pardos”. Esto lo escribió hace algunas décadas Carlos Castillo Peraza, alertando sobre la verbocracia (que es el título del texto) como método de gobierno.
Si algo tiene el ejercicio del gobierno de Andrés Manuel López Obrador son palabras. Palabras amenazantes, palabras contradictorias, palabras violentas, palabras huecas, palabras, palabras, palabras. El presidente es uno de los exponentes de la incontinencia verbal. Repetidor de frases ramplonas y dicharachos que suenan bien como chiste, pero que se vuelven un peligro cuando se tornan política pública, el presidente está encerrado en sus propias palabras. Lejano a los conceptos, el mandatario es devoto de los adjetivos. Nunca una idea, siempre un insulto.
Por supuesto, la verbocracia obliga, en ocasiones, a tener que dar cierto contenido a las palabras. Así los ataques en palabras a la iniciativa privada, el empresario descrito como enemigo encuentra, por ejemplo, en los hechos, la expropiación de vías ferroviarias, el impedimento a una empresa para ejercer, las limitaciones a los individuos para hacer una empresa, la persecución de los diferentes.
El espectáculo que escenifica todos los días el presidente sirve también para ubicar el tipo de gobierno y liderazgo que ejerce. Tanta palabra hueca, tanta tontería encerrada en frases como “mi pecho no es bodega”, “¿quién pompó?” o “no somos iguales” obliga a preguntarse en qué piensa, o si piensa, la persona que ocupa la Presidencia de la República. Tanta palabra no es recurso ni dominio del lenguaje, es verborrea. En palabras del propio Castillo, López Obrador “es una boca que habla”.
Por supuesto lo que hace el presidente tiene imitadores que van de lo curioso a lo grotesco. Es el caso de Claudia Sheinbaum, que repite sin cesar palabras y gestos del tabasqueño. Carente de gracia, sin la más mínima simpatía ni originalidad, la señora cree que repetir vocablos le dará carisma. Las palabras no logran tanto.
Lo que dice López Obrador se ha convertido en “lenguaje oficial”. Sus seguidores lo aplauden y lo vitorean. Alimentados por palabras de odio, encuentran en las consignas sus gritos de batalla, la proximidad a la guillotina, el linchamiento verbal. En el texto comentado, Castillo Peraza subraya que “las palabras oficiales se imponen, golpean, avasallan, mandan; sólo es posible volverse cámara de eco; nunca humana emisora de respuestas y menos gestora de preguntas”. No deja de sorprender cómo, con tantos años de anticipación, describe las mañaneras el político yucateco. Pero es que el demagogo corrupto siempre se ha paseado por la vida política. Claro, los defensores de la boca floja dirán que se respetan las palabras de los otros, pero eso también lo señalaba Castillo Peraza: “Opinar, el delito tolerado hasta cierto punto, a fin de decir que hay libertad de opinión”.
Así que, nada, ni siquiera la verborrea es nueva. Todo es basura reciclada en este gobierno liderado por la boca que habla.
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