Las palabras del titular del Poder Ejecutivo son usadas para dividir, para insultar, para estigmatizar. Todos los días hay que tener un señalamiento, un culpable.
El presidente trae pleito con las palabras (para que vean que en materia de pleitos no discrimina). Muchas le molestan porque describen lo que no le gusta y, peor aún, lo que no entiende. Cierto que las palabras sirven para todo y que cada quien le da el uso que quiere a su conveniencia. Por regla general, por lo menos hasta hace poco y en casi todos los países, los presidentes cuidaban su lenguaje, por decoro con sus gobernados, porque resulta fácil usar palabras que agredan, que amenacen, que conviertan una frase en un acto de prepotencia o de abuso del poder.
La llegada de Trump fue un rompimiento con esa tradición en las democracias. El presidente estadounidense hace gala de un lenguaje acorde con su comportamiento. Parece y habla como si fuera un pandillero dispuesto a poner orden en el barrio que controla, y digo pandillero porque el gánster que tenemos en el imaginario es un poco más refinado, así ordene decapitar a aquel, quemar la casa de este otro y cualquier cantidad de barbaridades. Trump irrumpió con su estilo de comunicar y nada lo detiene.
López Obrador es una suerte de Trump mexicano en ese sentido. Decidido a romper las formas del pasado inmediato, el presidente maneja esquemas de comunicación propios de un candidato agresivo. Las palabras del titular del Poder Ejecutivo son usadas para dividir, para insultar, para estigmatizar. Todos los días hay que tener un señalamiento, un culpable, alguien, ya sea una persona, un medio de comunicación, una empresa que pueda ser linchada por su horda de seguidores. Es conocida la lista de sus insultos favoritos, no hace falta repetirla aquí.
Pero, aunque no lo quiera, el presidente ha topado con la realidad que le pone otras palabras que le incomodan, pero que lo describen. Una de esas palabras es: fracaso. El proyecto de López Obrador ha fracasado por la manifiesta ineptitud que ha tenido para ensamblar un gobierno eficaz, porque cree que sus delirios son posibles, porque cree que su palabra no solamente es ley sino obra pública; ha fracasado porque ha decidido hacer sus compañeras a la soberbia y a la necedad y así no se llega muy lejos. Aparte de eso la realidad mundial se le volteó y él ha decidido taparse los ojos.
Una de las manifestaciones del fracaso fue la solicitud que hizo el presidente hace un par de días de ya no hablar de Producto Interno Bruto ni de “crecimiento” o cosas por el estilo. Hay que cambiar, dijo, los conceptos. Hablar de lo espiritual en lugar de lo material. Esto significa que las cosas materiales, tan necesarias, para poder tener cierta tranquilidad espiritual, van a escasear en un futuro cercano. Dice que en lugar del PIB hay que hablar de bienestar. Muy probablemente se refiere a su bienestar en Palacio, porque en el país lo que hay es malestar, pero no se ha dado cuenta. La angustia no solamente es por el Covid, también por la economía y por la inseguridad. No querer hablar del PIB es la pretensión de que no se evalúe el desastre que se avecina por sus pésimas decisiones. Querer cambiar la realidad con eufemismos, querer rehuir la responsabilidad es lo que trata de hacer al refugiarse en esos cambios de palabras.
Ese mismo día, el presidente negó con palabras el incremento de la violencia contra las mujeres: “Nosotros no hemos advertido un incremento… sí existe machismo, pero también existe mucha fraternidad familiar. La familia en México es excepcional, es el núcleo humano más fraterno, son de las buenas cosas que tenemos”. Qué pena de respuesta a un problema tan agobiante.
Leyendo, escuchando las palabras del presidente, podemos ver cómo nos va a ir. Y no es nada grata la perspectiva.
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