Esta semana el gobierno alcanzó un récord: 170 mil muertos. Se dice con estupefacción y es que es una cifra que nadie imaginaba. Para el presidente que pensaba que con su sola palabra y presencia se acabarían los muertos, esta cifra será, sin duda alguna, una de las que pasará a la historia, de las que marcará su gobierno.
Una vez pasadas las próximas elecciones, y ya entrado el liderazgo de quien conduzca el gobierno dentro de aproximadamente un año, las cosas irán cayendo por su peso y, más allá de los dimes y diretes, estará la cifra demoledora de muertos, que irá de la mano de la de los desaparecidos y del enorme fracaso en las soluciones de crímenes que el propio Presidente y su gente exprimieron como causa política.
Ante esta cifra –que lo perseguirá el resto de su vida, junto con su popularidad, su apetito desbordado, su gusto por el beisbol, su política exterior bananera y la corrupción e ineptitud olímpica de su gobierno–, el presidente solamente exhibe una indiferencia que raya en lo sociopático. No hay nada que lo conmueva, no hay víctima mayor que él; no hay sufrimiento mayor que el del pobre Presidente al que tanto critican, más que a ningún otro. El presidente López Obrador ha sido incapaz de presentarse al funeral de alguno de los soldados caídos en combate contra el crimen. Soldados que pertenecían a un Ejército del cual él es el comandante.
La indiferencia enfermiza y cínica del presidente también se manifiesta de manera clara cuando la matazón es parte de la vida cotidiana en estados como Guerrero y él prefiere dedicarse a organizar una batalla campal contra los trabajadores del Poder Judicial. No contra los ministros de la Suprema Corte de Justicia, sino contra los trabajadores. Los oficinistas que destinan parte de sus ingresos a ahorrar para una vida digna en el incierto futuro. Es contra ellos el combate presidencial. Contra el crimen organizado están los abrazos; contra los trabajadores del Poder Judicial están los madrazos. Abrazos y madrazos que reparte el Presidente desde su Palacio.
Es cínico e indiferente al dolor con las mujeres, con los trabajadores, con los familiares de las víctimas. También es mezquino porque palabras de aliento y de apoyo solamente tiene para quienes portan antorchas dispuestos a quemar lo que ordene el presidente.
Ya se ha dicho hasta la saciedad que la estrategia del presidente es la de desviar la atención de los asuntos importantes de la nación con sus ocurrencias y venganzas. Ya también se ha dicho reiteradamente que le funciona muy bien. Pero que le funcione muy bien no significa que lo que hace deje de estar mal. Porque darle la vuelta a los problemas mayúsculos de una nación, como lo son 170 mil muertos, es algo que no cabe en ninguna estrategia de evasión. Por eso la cifra lo perseguirá el resto de su vida.
No hay que negar las cosas. No hay que ser como el Presidente. No se puede negar que es popular, pero tampoco se puede negar que es un sociópata.
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