Ojalá sea buen presidente, pero no por eso dejaré de ejercer mi libertad a disentir de él, de su proyecto y del personal que lo acompaña.
Se entiende que una vez pasada la elección –en este caso la aplanadora– todos saludemos el proceso democrático y el resultado del mismo, nos haya gustado o no. Se entiende también que los que no comulgamos con el ganador lo felicitemos y deseemos suerte y lo mejor para el país. Se entiende la cursilería de los primeros días. La victoria de Andrés Manuel fue tan apabullante que dejó congelada a gran parte de la opinión pública, ni los ganadores creían la dimensión del triunfo. Se ha desatado desde entonces la feria de la hipocresía.
Quienes eran enemigos frontales del hoy triunfador, ahora le ven características singulares que quizá la pasión no les permitió ver en la última década. Los que lo veían como una amenaza generalizada en la economía, el ámbito social y de libertades, ahora lo ven como un demócrata empecinado que tiene un merecido triunfo; los que lo consideraban un hombre hueco y cerril, apuntan ahora al estratega de aguda inteligencia y discurso lúcido. Son las cosas que acompañan al triunfo en nuestro país y en el que hay que subrayar esa nefasta tradición de ponerse inmediatamente a la disposición del poderoso recién ungido y en esa actitud entran todos los sectores.
Por supuesto, Andrés Manuel lo único que tiene que hacer los próximos seis meses es caer bien –cosa que sabe hacer, igual que caer mal–, así que no tiene sentido que compre ningún pleito y mejor mandar señales de aliviane general. Carlos Urzúa habla mejor de la política económica actual que el mismísimo José Antonio Meade; las declaraciones de buenas intenciones salen por todos lados. Y claro, con una oposición vapuleada y depauperada como la que quedó, no hay quien sienta que tiene red para saltar, porque uno de los resultados de la elección es que no hay oposición, no sólo por el sentido del voto popular sino por el bajísimo nivel de los opositores, así que ahora todos a quedar bien.
Pero esto se va a acabar por la simple y sencilla razón de que Andrés Manuel será el titular del Ejecutivo a partir de diciembre y volverá a ser el mismo, pero en presidente, o sea: Andrés Manuel reloaded. Creo que puede hacer un buen gobierno, creo que puede enfrentar bien la corrupción y erradicar los privilegios de la clase política (incluyendo al Legislativo, pues tiene la fuerza), pero ese hombre bonachón con los que no piensan como él, que vemos pasearse estos días, no se dejará ver mucho. En lo personal creo que habrá que defender las libertades. Nada más le gustan las propias, no concuerda con el ejercicio que hacen de ellas los demás. Nos volverá a confrontar porque es su estilo, le ha dado resultado y eso mantiene unidos a sus seguidores –siempre prestos al insulto y la diatriba–. ¿Por qué habría de cambiar? Su liderazgo en ese sentido está más que probado y no le conviene descafeinarse.
Además, que no se nos olvide que el resultado de la elección es el siguiente: los mexicanos le dieron abrumadoramente su apoyo a Andrés Manuel y, en pocas palabras, le dijeron: “queremos que TÚ mandes en este país, que hagas lo que consideres, para eso te damos la mayor votación de la historia y ponemos a tu disposición el Congreso y diluimos la oposición. Estamos en tus manos”. Por lo tanto no necesita nada ni a nadie, no tiene por qué hacernos caso a los que no votamos por él. El mandato es claro, es para él, no para compartir y, bien administrado, puede durar doce años.
No comparto el proyecto del presidente López Obrador, no me gusta la mayoría de su gente ni sus desplantes y la predisposición al insulto como política pública. Ojalá sea buen presidente, pero no por eso dejaré de ejercer mi libertad a disentir de él, de su proyecto y del personal que lo acompaña, como lo he hecho desde hace tiempo. No importa que seamos pocos ni llevar la contraria, porque como el propio López Obrador lo sabe, hay cosas que se hacen por congruencia.
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