El presidente dijo que Olga Sánchez Cordero había estado en la Secretaría de Gobernación para “dejar precedente” de “la primera mujer” en esa posición.
Durante la época que más gusta a nuestro presidente López Obrador, los 70 y 80, cerca de lo que son las oficinas de la Secretaría de Gobernación se presentaba en los entonces denominados cabarets o “centros nocturnos” Olga Breeskin, una vedette que tocaba el violín mientras se contoneaba en bikini con un cuerpo despampanante. Hija de un emigrado ruso que le enseñó a tocar el violín, la señorita Breeskin destacaba por esa virtud entre todas sus compañeras como La Princesa Yamal o Rosy Mendoza y Lyn May. Los niños también sabían de Olga Breeskin porque aparecía en la televisión nacional en programas familiares como “Siempre en Domingo” ante la mirada atónita y lujuriosa del conductor Raúl Velazco –un enano repulsivo que ejercía de cacique de los espectáculos televisivos–. También salía en telenovelas y había un estribillo que medio mundo cantaba: “¡Todos queremos ver a Olga, todos queremos ver a Olga!” y que fue tema de su exitoso programa de televisión. Bien, hasta aquí de cabaret, y hasta aquí de esa Olga a la que todos querían ver.
La Olga que llegó con López Obrador al gobierno despertó las esperanzas de muchos. Se creía que era una mujer talentosa, inteligente, liberal. Resultó un fiasco en todos los aspectos. Un globo inflado por la imagen, una pared en la que las demandas rebotaban, una funcionaria con vocación por la alabanza con un arraigado sentido de pertenencia a un puesto: un adorno más en el inventario.
Nada se puede decir de su paso por la Secretaría de Gobernación, salvo que la desmantelaron con su anuencia, que le fueron quitando responsabilidades a la secretaría mientras a la titular la devaluaron políticamente desde el inicio. Ninguneada por los de adentro, terminó siendo rechazada por los de afuera que rápido percibieron que la señora era más un adorno, un detalle “progre” que se había dado el presidente antes de entregarse de lleno al populismo. Rápidamente Olga Sánchez encontró su nivel de incapacidad: cualquier problema la rebasaba, las crisis le tronaban en las manos, lo que pasaba por ella terminaba en la nada. Muy pronto se convirtió en “el florero mayor”. Con el tiempo nadie quería ver a Olga. Ni los suyos, ni los otros.
Olga se va al Senado. Es de esperarse que ahí tenga un papel decoroso y con presencia que le permita recobrar algo de la imagen respetable que tenía. Sin duda, el cambio en Gobernación tiene también que ver con el control de la bancada en Morena, con hacer a un lado al hombre de las traiciones a Claudia y al presidente: Ricardo Monreal. No les será fácil la pelea con el zacatecano, pero sin lugar a dudas, la presencia de la exsecretaria podrá generar, de entrada, un contrapeso y hasta un nuevo interlocutor tanto para la mayoría de su partido como para la oposición.
La llegada de Olga Sánchez al Senado también trae una nueva noticia, pues dejará su lugar en esa Cámara la señora Jesusa Rodríguez. Un personaje grotesco, un verdadero esperpento político que frivolizó todo lo que pasaba cerca de ella y dejó en claro que el papel que puede jugar algún creador en el lopezobradorismo es el de lacayo dispuesto a humillarse con tal de ganar una sonrisa del líder. Si no se podía imaginar, la señora Jesusa logró ahondar más el nivel de decadencia por la que atraviesa el legislativo mexicano.
De la llegada del nuevo secretario ya tendremos tiempo de hablar. Basta decir que en su presentación como titular y ante la secretaria saliente, el presidente dijo que ella había estado en el puesto para “dejar precedente” de “la primera mujer” en esa posición. En cambio, a Adán Augusto López lo presentó como “mi paisano, amigo y compañero entrañable”; ninguna de esas características tenía la saliente. A la mejor por eso nadie quería ver a Olga.
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