Sin lugar a dudas el evento político de estos días es la elección del nuevo presidente de Argentina. Como se sabe, el triunfador fue Javier Milei. Esto ha sido sorpresivo para muchos. Las encuestas previas al día de la elección anunciaban un resultado parejo. La diferencia terminó siendo de 10 puntos, lo que significa que arrasó. Hay quien siente pena al defender la opción que representa Milei para no defender al kirchnerismo, que ha hundido a ese país durante gran parte de los años que van de este siglo. La herencia política de Néstor Kirchner y Cristina Fernández es el desastre y la desgracia. Pero Milei no es un hombre fácil de defender o apoyar. Se necesitaría ser argentino y vivir allá para entender lo que es el sentido de emergencia que tienen los votantes. Alguien comentaba que la votación del domingo se trataba de cortarse el brazo izquierdo o el brazo derecho: cualquier opción resultaba terrible.
No se necesita ser un avezado en la política para saber cómo es Javier Milei, el nuevo presidente argentino. A estas alturas ya medio mundo sabe del señor. Se trata de un personaje salido de la televisión –como tantos políticos hoy en día– que en cuestión de tres años pasó de presentarse en programas de polémica en los foros televisivos e insultar a sus contertulios, y a quien no estuviera con él, a ser presidente de Argentina.
A Milei le apodaban desde joven “El loco”. Se ve que no era gratuito. Su estilo no es desenfadado ni nada parecido. López Obrador es un niño de pecho comparado con Milei, que ha destrozado lo poco que quedaba de institucionalidad en aquel país. No duda en calificar de mierda al que se le oponga; abomina al Papa argentino, a quien no baja de ser “representante del maligno en la Tierra”, “un imbécil que defiende la justicia social”; también dijo que era “hijo de puta que predica el comunismo”. Así que uno puede imaginar que del pontífice para abajo todos le parecen idiotas merecedores de su desprecio.
Cuando hablaba de su familia, no dudaba: “Mi papá siempre fue un gran motivador. Decía que lo que iba a estudiar era una mierda y que me iba a cagar de hambre”. “Siempre me dijo que era una basura”. Milei comentaba las golpizas que le daba su padre y la utilidad que les dio en su carrera política: “Todas esas palizas que yo recibía cuando era chico hacen que hoy no le tenga miedo a nada. Cuando viene una situación de alto estrés donde todos están asustados y nadie sabe qué hacer, yo lo resuelvo como si nada”. Infancia es destino.
Uno no deja de sorprenderse por la nueva política. Porque hay que admitir que casos como el de Milei, aunque ciertamente extremo, son la norma en diversos países. Antes, cuando sucedía alguna cosa extravagante en política, se les adjudicaba a “países bananeros”. Bueno, pues políticamente parece que todos somos bananeros. Estamos en un mundo bananero en el que cada país trae a su loquito, como si se tratara de una competencia en el manicomio (el nuestro, aunque palidece con el argentino, también tiene elementos destacables en la contienda). Y ahí viene Trump de nuevo.
Parece que la zona de la cordura ha desaparecido del mapa político. Hay lugar para la estridencia, para la manifestación del resentimiento en cualquiera de sus formas. La templanza, el diálogo, son cosas en desuso. La locura tiene permiso.
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