Está muy bien que el presidente averigüe por qué le pusieron Benito a Mussolini, pero también podría averiguar qué puede pasar cuando se polariza y cuando desde el poder se insulta y se agravia.
En la serie Vietnam, de Netflix, hay diversas entrevistas con periodistas y analistas sobre los presidentes estadounidenses que vivieron esa larga guerra en la que se enfrascaron por décadas. En las entrevistas, uno de los analistas comenta que a Nixon lo acabó el odio que le tenía a sus enemigos y la energía que les dedicó. Es el caso de López Obrador. El odio –porque es el odio lo que lo mueve– que les tiene a quienes considera sus enemigos le consume hora y horas. No le importa que tan pequeño sea el contrincante al que se dirige: él lo eleva a categoría de enemigo de la nación. Para su odio no hay nadie pequeño, todo lo abarca. Siempre anda a la búsqueda de un agravio, para regresar algún insulto, alguna calumnia o una amenaza. Puede ser un expresidente, un escritor, un partido político, una agrupación de mujeres, algún periodista, un columnista, un ministro, algún tuitero y hasta con los deportistas le ha entrado. Le gusta humillarlos, exhibirlos en la plaza pública, señalarlos como enemigos de la nación. Pero si al principio generaba miedo –lo sigue haciendo por su poder– ahora genera una mezcla de temor con coraje, con rabia y, sí, con algo del odio que él mismo esparce junto con los suyos.
De esta manera ha ido creando su propia oposición y no en los partidos que se supone son los que debieran responderle, sino que la ha construido en distintas expresiones sociales. Por supuesto en esa oposición encuentra respuesta concreta a sus modos e insultos de los que hace gala en sus tuits y eventos matutinos. Y ha encontrado en esa oposición, una de cuyas manifestaciones salió el sábado por miles a las calles de la CDMX, una puntual respuesta a su odio: también es odiado. Y eso no es bueno, es el presidente, pero él solito ha creado ese ambiente, él solito ha sacado a esa derecha a las avenidas, con coche o a pie. A falta de una oposición partidista, la gente se organiza sola. Por más que no se compartan lo planteamientos de los que salieron al Zócalo. Es una oposición que no está manca y que anda en búsqueda de plataforma. Despreciarla mediática o políticamente es un error. El analista Luis Espino lo dijo con claridad: “A estas alturas, si no hemos aprendido que nunca se debe subestimar o ningunear a un movimiento que no nos gusta por carecer de ideas, por su retórica rupestre o estar centrado en el descontento, quiere decir que no hemos aprendido cómo llegó –y se mantendrá– AMLO en el poder”. El presidente no se puede quejar del lenguaje y la desproporción en sus adversarios sin partido. Es el ambiente que él ha propiciado, es el lenguaje que él usa diariamente, son los enemigos que él ha creado.
No deja de sorprender que, a menos de dos años en el poder, el presidente López Obrador tenga ya gente en la calle. Y es gente que no piensa igual: un día están las mujeres exigiendo respeto, derechos sobre su cuerpo y seguridad, y al otro día está la derecha radical pidiendo la destitución, la renuncia del presidente. Mientras en los medios se quejan los científicos, los académicos, los artistas por las medidas del presidente destinadas a quitarles apoyo para usar ese dinero en sus delirios. La respuesta del presidente a todos son el insulto y el desprecio.
Está muy bien que el presidente averigüe por qué le pusieron Benito a Mussolini, pero también podría averiguar qué puede pasar cuando se polariza y cuando desde el poder se insulta y se agravia. En Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Maquiavelo dice: “Se emplea más la calumnia donde se usa menos la acusación o en las ciudades que no la tienen prevista en sus ordenanzas. (…) Y cuando este asunto no está debidamente regulado, se siguen siempre grandes desórdenes, pues las calumnias irritan a los ciudadanos y no castigan, y los irritados piensan en vengarse, odiando, y no temiendo, los cargos que se les hacen”.
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