Desde el miércoles pasado, 10 mineros permanecen atrapados en una mina en Coahuila. Ante tal fatalidad, el presidente ha tratado de hacer malabares verbales para explicar lo que sucede al interior de la mina.
Resulta paradójico que el presidente más votado de nuestra democracia, el hombre que se ufanaba de representar ‘al pueblo’, encabece el gobierno más distante. Sobre todo si se trata de ciudadanos víctimas, ya sea de la criminalidad o de alguna tragedia natural o accidental.
El presidente no quiere que las tragedias lo marquen en su paso por la historia, por eso huye de ellas, al grado de ni mencionarlas con el pétalo de una declaración mañanera. Son muchos los casos de muestra. Se conduele más de algún delincuente muerto que de los fallecimientos en el Ejército que él comanda. En un operativo de la Marina, en el que se capturó al narcotraficante Rafael Caro Quintero, murieron en un fatal accidente más de una decena de marinos. El presidente ni conmovido se mostró y no asistió a los funerales.
Indolente ante las tragedias, López Obrador cree que las desventuras suceden para dañar su imagen. Por eso ha sido incapaz de mostrar gestos de solidaridad ante los reclamos de mujeres mexicanas que piden justicia ante los feminicidios, las violaciones, los ultrajes. Donde hay dolor, el presidente ve un complot.
Desde el miércoles pasado, 10 mineros permanecen atrapados en una mina en Coahuila. Ante tal fatalidad, el presidente ha tratado de hacer malabares verbales para explicar lo que sucede al interior de la mina que parece haber devorado a los trabajadores. En su tono de cura habla de fe y de esperanza como si eso fuera a salvar a los hombres que permanecen bajo el suelo. Y no es que dar fe o esperanza sea malo en estas situaciones, pero, como todos sabemos, es francamente inútil. El presidente debe hablar de trabajo, de esfuerzos técnicos, hacer señalamientos de responsabilidades concretas. Tuvieron que pasar cinco días con los mineros entrampados para que el presidente decidiera presentarse en el lugar. Carece de la más elemental solidaridad con las familias de las víctimas.
Además de la falta de solidaridad está la evidente ineptitud de los encargados de la materia: las secretarías del Trabajo, de Gobernación. Nada. Tampoco han dicho lo mínimo indispensable: quién es el dueño de la mina. Pasan los días y no sabemos nada. El presidente dice que él sabe quién es el dueño, ¿por qué no lo dice? ¿A quién encubren? ¿Por qué esconden esa información? ¿Por qué no ha dado la cara el dueño? ¿En qué condiciones laboraban los mineros atrapados? ¿A quién vendían el carbón? ¿A CFE? Hay muchas cosas que se deben de saber y que el gobierno oculta.
En el caso de la mina, como en muchos otros, lo que se ha mostrado es un estilo de hacer política, de ejercer el gobierno. Y todo se pega. Por eso no debe extrañarnos que el secretario de Gobernación le diga de manera por demás majadera a una mujer madre de un desaparecido que él no le tiene confianza. O que ante la sequía en Nuevo León, la ‘corcholata’ Sheinbaum se vanaglorie de haber mandado ¡cinco pipas de agua! Su cinismo es ilimitado.
Se equivoca el presidente si cree que puede huir de las tragedias. La tarea de gobernar incluye enfrentar los desastres. No hay manera de escapar. La propia historia se encargará de enumerar y describir todo lo sucedido, incluyendo, por supuesto, la indolencia presidencial, su distancia con las víctimas.
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