Cuando AMLO se radicaliza sabe que sus adversarios forzosamente lo tienen que hacer. Y estos ya se dieron cuenta de que cuando bajaron las manos y creyeron las palabras bonitas, el resultado ha sido poco menos que agrio.
Las palabras que salen de la boca del presidente son preocupantes. De ser un discurso político, una especie de retórica cotidiana, han pasado a ser política pública y herramienta para inhabilitar a los demás. Las palabras presidenciales son cada vez más amargas y violentas. Uno puede entender su coraje: la pandemia se le atravesó apenas comenzado el camino y lo amarró de manos y pies, le impidió salir y puso a todos sus gobernados en estado de emergencia.
Por supuesto que el presidente no se dejó al principio. Seguramente creyó que el coronavirus era un invento de los neoliberales para tumbar su gobierno, una alianza de Calderón con los chinos, los grandes laboratorios estadounidenses y con alcaldes italianos y españoles, cuyo fin último era desestabilizar a la cuarta transformación. Negó el virus, negó su potencial, proponía cuestiones absurdas: mientras el mundo se encerraba con pavor, él proponía darse abrazos y salir a comer a las fondas. No pasa nada, decía. Llegó el pasmo y lanzaron a un médico a conducir la batalla contra la pandemia. Como todo en este gobierno, el galeno ha terminado por ser un animador de la prensa, un personaje más de la chunga en Palacio Nacional.
Ahora que el daño del virus ha comenzado a manifestarse, el presidente quiere cobrar el quebranto en su gobierno y ha decidido radicalizarse. No es nuevo para él, la radicalización de campaña le dio frutos, muchos. Es su estilo y es en el que mejor se acomoda. Ahora, enfurecido –parte del estilo, también– quiere radicalizar a todos. Porque, claro, cuando él se radicaliza sabe que sus adversarios forzosamente lo tienen que hacer. Y estos ya se dieron cuenta de que cuando bajaron las manos y creyeron las palabras bonitas, el resultado ha sido poco menos que agrio.
Los insultos y provocaciones, los ataques y majaderías con las que se ha desplazado en la escena pública el presidente ya no son solamente verborrea ni florituras del lenguaje o resbalones de espontaneidad. Si el presidente dice que lo importante es tener un par de zapatos, unos cuantos pantalones y que no se necesita más, no es una reflexión que él haga sobre la manera en que le gusta vivir, sino que delinea la situación económica por la que vamos a atravesar en un futuro cercano, escenario que le encanta, porque entonces muchísima más gente tendrá muy poco para recibir dádivas del dinero gubernamental. Recordemos que él solamente ha vivido de dinero público. Por eso no fue raro que mandara a uno de sus leales a proponer que una suerte de comisarios de la pobreza disfrazados de encuestadores, entraran a las casas de los ciudadanos a levantar inventario de bienes materiales. Van a terminar confiscando los cochinitos del ahorro de los niños para “apoyar la causa” (puede sonar exagerado, pero ya han solicitado a los empleados federales y científicos que donen parte de su sueldo al erario federal).
Decir que los empresarios deben disculparse en lugar de defenderse judicialmente es algo que resulta una absoluta desproporción en un presidente. Pero él sigue oficiando de líder de secta, alimentando el rencor, diseñando en el imaginario una clase culpable del desastre de su gobierno y esos van a ser: los que tienen dinero, los que trabajan por su parte, los que no son empleados del gobierno, los empresarios y los medios de comunicación.
En la radicalización se pierden todos los razonamientos; el antilópez también es generoso en insultos, babosadas y desprecios. Estamos comenzando una carrera de final insospechado. Y la inició el presidente.
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