El PRI después de 90 años llenos de grandeza y liderazgo, hoy se muestra irrelevante en el país.
Mi madre cumplirá 90 años el próximo mes de mayo. Poco después de las elecciones del año pasado, al ver los resultados, hacía la siguiente reflexión: “Bueno, pues yo nací con el PRI, el mismo año, y siempre le he pedido a Dios que se lleve al PRI antes que a mí y creo que ahora sí ya me cumplió”.
Es muy probable que el PRI, tal y como lo conocemos, no se levante de la debacle sufrida. Su hundimiento no solamente es electoral, es moral, es de imagen, de credibilidad, de proyecto y seguramente hasta económico. Paradójicamente está a punto de ser un partido pobre lleno de ricos.
Seguramente a los 90 le costará volver a ser el partidote. Si para afuera están despedazados, no quiero imaginar cómo están las cosas hacia adentro. Las derrotas desgarran internamente a los partidos. Tratándose de una derrota monumental, como la que sufrió el priismo, es traumática para la organización. El PRI reconquistó el poder en 2012 para hundirse como nunca en 2018. Una organización joven la tendría difícil, para una nonagenaria en decadencia la cosa se ve casi imposible.
En el PRI conviven –es un decir– los que hacían política al viejo estilo y los que son denominados tecnócratas, políticos de corte moderno que creen en la formulación de determinadas políticas públicas y dejar corromper a los suyos para tener tranquilidad; los otros preferían sobre todo la corrupción y el manejo político y usaban la política pública para reforzar el control. El resultado natural de la debacle es que unos culpen a otros. Los de la época del partidote culpan al gobierno de Peña y su gente, tolucos y advenedizos, de la derrota. Los otros dicen que heredaron un basurero de partido, lleno de corruptelas. Así pueden seguir años los Murat contra los Videgaray, los Ruiz contra los Peña. Como para la decadencia no hay límite, el espectáculo puede ser largo.
Resulta difícil, sin datos del momento, decir qué se puede hacer con el PRI. Por un lado, está la incansable diáspora en ese partido. Durante años el PRI ha alimentado a sus opositores. Es de esperarse la salida de priistas a Morena, donde se sienten como en casa y el comportamiento es bastante similar. El propio AMLO es el producto más acabado de ese priismo que se derrumbó y del que hubo quienes saltaron a tiempo. El PRI es parte de nuestra cultura política, sus hábitos y costumbres no solamente se practican en ese partido, los empresarios, los clérigos, los medios, los panistas, los perredistas, todos saben comportarse como priistas. El rito de la toma de posesión el año pasado fue claro: un asunto entre priistas: López Obrador, Peña Nieto y Muñoz Ledo.
Por otro lado, están los tecnócratas, los priistas liberales, los que gustan de la política pública pero que terminaron pensando que lo más importante era ser “expertos”. Son los que caben en la etiqueta de “prianistas”. Ellos no tienen a dónde ir porque el panismo también está en su crisis de identidad y no va a querer aceptarlos en este momento. Así que tendrán que esperar. No serán los únicos en salir de su partido, en el PAN también habrá salida.
La decisión no es fácil, pero el PRI es una marca que se escribe en negativo y de eso se antoja muy difícil salir, más con un liderazgo tan activo con sus adversarios como lo es AMLO. Cambiar el nombre, renovar la imagen, el ideario, es una salida, pero no es la única, debe haber más.
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