Debo decir antes que nada que soy un fan de las Águilas de Filadelfia. Es mi equipo favorito y comparto con mis hijos esa afición –no somos muchos en México con esa debilidad. Estoy feliz por la temporada que dieron y por el triunfo en el Super Bowl del pasado domingo –particularmente disfrutable en contra de Brady y sus Patriotas. El equipo de Filadelfia solamente había llegado a esa gran final en dos ocasiones y perdió ambas, la última en 2004, frente a los Patriotas.
Carson Wentz, el número 11, cumplió con creces las expectativas que se tenían de él en esta temporada de 2017. Gracias a Wentz como líder del equipo, el coach Doug Pederson –también estrenado la temporada anterior– armó un trabuco creativo y decidido tanto en la ofensiva como en la defensiva. Wentz fue lastimado cerca del final de la temporada y el ánimo cayó notablemente, por lo menos entre sus aficionados. Las críticas no se dejaron esperar: la opción de llegar a disputar, ya no el Super Bowl, sino a disputar el campeonato de conferencia era prácticamente imposible. El equipo estaba aniquilado sin su QB titular.
Es entonces que entró Nick Foles, el QB sustituto que hace poco pensaba en retirarse, pues en ninguno de los equipos que jugó pudo ser titular. Con su ahora famoso número 9, Foles jugó con poca eficacia los primeros partidos que le tocaron y gracias a la dura defensiva del equipo se llegó a la final del campeonato. Para ese entonces todos menospreciaban al equipo, se le escamoteaba cualquier mérito para disputar la gran final. Fue entonces que en el último partido contra Vikingos de Minnesota, Foles dio un juego espectacular, encontró su sitio y la confianza necesaria y, junto con la defensiva, literalmente, aplastaron a los favoritos Vikingos. Sacaron los jugadores sus máscaras de perros haciendo alusión a que eran los underdogs: los que nadie esperaba que ganaran.
Llegaron al Super Bowl. No era un escenario desconocido: nadie apostaba por ellos, como contra Atlanta, como contra Minnesota, ahora mucho menos contra esa maquinaria del triunfo que eran el coach Belichick y Tom Brady. El resultado es conocido por todos. Pero la receta es la manera en que jugó Filadelfia. Fue el juego con más yardas en la historia de ese deporte. Fue un juegazo de ofensivas (cuando muchos pensaban que sería de defensivas). Fue un juego en el que el QB perdedor pasó más de 500 yardas, lanzó para tres touchdowns y no tuvo intercepciones. Filadelfia no les dio respiro, sabía que si los dejaban pasar serían aplastados. Jugaron con pasión y disciplina, con creatividad y audacia. Quizá la jugada que se recordará es la de la anotación de Foles al recibir un pase (la ahora famosa Philly Special, así se puede buscar en Internet). Era cuarta oportunidad y se arriesgaron. Una locura. Fue una jugada que nunca habían realizado en ningún juego, el que pasó la pelota nunca la había pasado en un juego de profesional y el que la cachó tampoco había recibido un pase en los juegos de su carrera profesional. Y fue un éxito arriesgando en un Super Bowl. Talento, arrojo y creatividad.
La lección para las campañas es esta: cuando empieza el partido hay que jugarlo a la máxima capacidad. No hay adversario que no sea derrotable por más sólido que esté. Hay que hacer lo posible por no cometer errores; hay que tener actitud, audacia y hay que saber arriesgar. No hay que quedarse en la jugada pasada, hay que ver la siguiente. Y comprender que esto no es de individualidades, que en una organización cuenta el trabajo de cada uno para el triunfo, algunos anotan, otros bloquean, otros deciden y todos ganan: eso es un equipo.
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