La oposición hoy actúa con cobardía y pequeñez, sin embargo, hay que admitir que hay quienes dan batallas en el Legislativo de manera digna ante una situación tan dispareja, pero son los menos.
Cuando uno ve al presidente, sus dislates y provocaciones, a sus colaboradores perdidos en la soberbia, sino es en la frivolidad y la ignorancia, entonces dan ganas de llorar. Pero cuando uno ve a la oposición, simplemente cae en llanto ante la desolación del panorama. Difícil describir cómo las ilusiones se caen al ver a los partidos. Tener la esperanza de que algún día terminará el gobierno de AMLO –una noche que amenaza ser más larga y oscura que la neoliberal, y eso que no llegamos a los dos años–, se estrella ante la vacuidad, la torpeza, la cobardía y la pequeñez de nuestra oposición. Por supuesto, hay que admitir que hay quienes dan batallas en el Legislativo de manera digna ante una situación tan dispareja, pero son los menos.
Para colmo de males llegó Emilio Lozoya y no trae tapabocas, lo que implica un serio problema para los que se supone fueron oposición combativa a Peña Nieto, pero, en realidad, según las revelaciones que circulan, parece que fueron sus dependientes económicos. Todos callados, todos agazapados, no vaya a ser que Lozoya los meta en el problema. La oposición en México viene de un periodo de profunda corrupción, lo que explica una buena parte de su situación actual. Las amenazas de revelar el reparto de dinero a diestra y siniestra que se dio durante el peñismo es algo que el presidente desea con fervor y la oposición ve con temor.
Es claro que Lozoya es un corrupto. Es claro también que López Obrador está dispuesto a perdonarlo y evitar que pise la cárcel, si cumple sus deseos. Y es claro también que la gran mayoría de los mexicanos –haya votado o no por AMLO– puede creer que los opositores fueron parte de la corrupción imperante en el sexenio pasado. Su desgracia está en que Lozoya no necesitará probar sus dichos, quizá no lo haga, sino en que los demás crean lo que dice sin necesidad de comprobación alguna y esa verosimilitud ya está del lado del acusador. Asistiremos a un periodo más de la descomposición política, de su faceta más penosa: la que tiene que ver con el delito y el abuso.
Pero la oposición no necesita de alguien para destruirse: se sabe destruir sola. La semana pasada se dio a conocer la renuncia de Vanessa Rubio a su escaño en el Senado. Como si fuera una anciana fastidiada de trabajar, dice que ya laboró muchos años y que mejor se va a la academia y a la consultoría. Cualquiera que intuya algo de política sabe que el resultado de esa claudicación es un beneficio enorme para Morena. Es el problema de habilitar personas sin filias institucionales, sin un apego a la política ni siquiera como actividad. Es una oposición que se va, que abandona, que huye. Vanessa Rubio es un mosaico más en mural de la decepción opositora.
También en estos días está el caso de Chihuahua. El gobernador panista, Javier Corral –un narcisista ruin y desequilibrado–, ha decidido acusar a la alcaldesa panista de la capital del estado, María Eugenia Campos, de estar vinculada con operaciones del exgobernador César Duarte. Campos no es la candidata favorita de Corral para el gobierno estatal, pero es la que tiene sobradamente más preferencia electoral. Corral quiere imponer a su candidato (un hombre, claro). Por supuesto ha generado división en el partido que puede ganar las elecciones del año que entra en esa entidad. Pero así es la oposición –que en Chihuahua está en el poder– a AMLO: si no la divide el presidente, se dividen solitos.
Así que la cosa se ve complicada.
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