Según diversas encuestas de las acciones del gobierno de López Obrador, dar asilo a Evo Morales y la liberación de Ovidio Guzmán son calificadas como las más negativas.
El caso de Evo es fácilmente arreglable. De hecho, el sujeto ya se fue, ni gracias dio ni mandó besos ni preguntó cuánto se debe. Autoritario e insolente se fue de la manera en que llegó: de manera forzosa e impuesta y acompañado de una cantidad de repudio. El gobierno se equivocó en el manejo del asilo que le dio al dictadorzuelo boliviano. No por el asilo en sí, el país ha hecho de esa figura una tradición diplomática que mucho le luce, sino porque trató de llevar el caso de manera positiva a la opinión pública y ahí radicó su error. Querer que la gente crea que Evo era una especie John F. Kennedy de los Andes, fue una desproporción. El andino tuvo logros en su gobierno, pero su marcada ideología, similar a la de Chávez y Maduro, no es bien vista en México. Hay algo que no han interpretado correctamente los ganadores del año pasado en México sobre el sentido del voto ciudadano. No fue un voto ideológico, fue un voto de castigo y de exigencia de cambio, no de adhesión a alguna ideología.
El intento de vender a Evo como un estadista de dimensión internacional y la labor del gobierno mexicano como si se hubiera lanzado a la salvación de la democracia en el mundo, fue rechazado inmediatamente. Los esfuerzos del morenismo llegaron a niveles patéticos, como lo fue el caso de Claudia Sheinbaum –que nunca pierde una oportunidad para equivocarse garrafalmente– comparando a Merkel con Morales y el número de años en el poder. Entonces procuraron en las redes mover el racismo, el clasismo, porque al gobierno de López Obrador y a sus adoradores nada les gusta más que jugar a la víctima, resaltar que no se acepta algo o a alguien por cuestiones de color o de clase. Tampoco funcionó. El asunto de Evo no cuajó porque los mexicanos vieron que su gobierno se unía a gobiernos cuya ideología no comparte y cuyo destino ve con temor: los populistas latinoamericanos. Al final siempre se aprende de lo hecho. Ojalá en este tema el gobierno haya aprendido. La lección se las dio la semana pasada otro de sus invitados, José Mujica: “Yo no voy a creer que masivamente los mexicanos se transformaron de izquierda. Yo creo que votaron masivamente hartos, que no es lo mismo”. Ahí tienen.
El caso de Ovidio es más delicado porque se trata del mayor problema que enfrenta el gobierno: el de la seguridad y la fallida estrategia en este primer año. Una estrategia que pareció basada en la inacción y que tuvo un gigantesco –y desafortunado– impacto mundial con la toma de Culiacán por parte del crimen organizado, y que concluyó con la ya tristemente famosa liberación de hijo del Chapo. Después de eso, evento tras evento –no solamente el horroroso crimen de la familia LeBarón– han evidenciado la descoordinación y la falta de control en el tema. Eso, aunado a que en algunos estados los embates de la delincuencia crecen geométricamente.
Ha concluido ya el primer año de gobierno y deben quedar atrás los voluntarismos que no lograron nada. Si el presidente quiere mantener sus niveles de popularidad, tendrá que comenzar, por lo menos, una nueva manera de operar su estrategia de seguridad que no ha dado resultados. Y en materia de relaciones internacionales, parece que todo el segundo año se tratará de Estados Unidos, más vale enfocarse ahí porque no tenemos una relación más importante que esa. Por eso, la buena es que se fue Evo, y la mala que se quedó Ovidio.
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